¿Los hijos de Pino?

Tras la muerte de Pino Solanas, el legado de su cine sigue abriendo los conductos necesarios para poder pensar la relación del cine argentino con su tiempo histórico.

Ed Impresa 13/11/2020 Iván Zgaib
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Los hijos de fierro (1975) muestra la capacidad de su cine para entrever las tensiones políticas de su tiempo.

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Especial para La Nueva Mañana

Despedimos a Pino Solanas como a un ángel caído. Con cierta congoja y una gratitud arrolladora. De los cientos de adjetivos elogiosos que desbordaron las ciénagas de internet tras su muerte (“comprometido”, “generoso”, “coherente”, “audaz”) me quedo con éste: eterno. Un cineasta legendario, cuya etapa más lúcida (de fines de los ‘60 a los ‘80) conserva el valor de haber sido urgente en su tiempo y resonante aún hoy, tantas décadas (y penurias y triunfos populares) más tarde. 

Que la obra de Pino se haya comportado como un topo, perforando la Historia hasta abrir vasos comunicantes entre el pasado, el presente y el futuro, permite que siga habilitando interrogantes nuevos, de los cuales se me ocurre empezar a desandar al menos dos. Qué nos siguen advirtiendo sus películas sobre la capacidad del cine para entrever las tensiones políticas de su tiempo. Y también, de qué manera esos tejidos han sido actualizados, reemplazados u olvidados por los directores que siguen filmando estos días.

Creo que la mejor película de Pino en acoger esas cualidades es Los hijos de Fierro (1975); su poema épico que canibaliza El Martín Fierro en clave peronista. Ahí, la figura del gaucho desterrado sirve como un portal alegórico para narrar el exilio de Perón y la resistencia heroica de sus seguidores. Un verdadero canto por la unidad del movimiento. Y en ese sentido, la película no sólo libera un eco fantasmal en relación a la coyuntura actual (de los romances, desamores y reencuentros en la era kirchnerista que hizo recalcular al mismo Pino), sino también por las tácticas cinematográficas que emplea.

Pino Solanas © NA
Foto: NA

Allí hay un gesto peculiar. La narración está poseída por una voz en off (¡incesante y casi barroca!), cuya omnipresencia quizás nos haga creer que la palabra ejerce un monopolio demagógico sobre los hilos del film. Pero la verdad es que Pino organiza su película más allá. Dramatiza aquella voz visualmente. Convierte al registro del paisaje porteño en su nervio medular. La primera imagen que vemos (un paneo de la cámara sobre el horizonte porteño) se multiplica como un sueño recurrente o el estribillo pegajoso de una canción que vuelve una y otra vez.

No me importa sólo su reiteración, más bien sus efectos. Una escena, por ejemplo, comienza mostrando la silueta de los héroes aguerridos que cabalgan por colinas despobladas. Es un paisaje neutral que podría hacerse pasar por cualquier época lejana, hasta que la imagen se expande por medio de un zoom-out. Y ahí, se asoma la ciudad. Mientras escuchamos cómo el narrador reinventa oralmente un mito del siglo XIX, las imágenes plasman un territorio urbano y fabril que nunca nos permite encerrar aquel relato en el pasado. Se trata de un registro documental (de los ‘70, de la gran ciudad y las utopías industriales en ruinas) que se utiliza para encarnar una hibridación temporal. Hace estallar la idea de la Historia como secuencia lineal. Descubre que un texto arcaico de otro siglo permanece abierto, echando luz sobre su presente.

Por eso no deja de resultarme estimulante un vínculo impensado: Historias Extraordinarias de Mariano Llinás (un film emblemático del cine argentino contemporáneo, filmado por un director alérgico a la mera idea de un “cine nacional”) comparte varias decisiones formales con Los hijos de Fierro (una epopeya explícitamente obsesionada por narrar una identidad y cimentar un cine nacional). Llinás también utiliza una voz en off invasiva, planos generales y paneos elegantes. Su película, que parece privilegiar la palabra, está en realidad empecinada por documentar un paisaje: los campos desiertos, los hoteluchos grises de provincia, los paraísos de juncales monstruosos y fardos de alfalfa que se extienden como plagas ocultas por el Buenos Aires profundo.

Pero el paisaje de Llinás es estrictamente físico; una impresión de la realidad que la cámara usa de botín para inscribir sobre ella una ficción (épica, como Los hijos de Fierro, aunque encerrada en sí misma). El paisaje de Pino, más que una impresión física del espacio, observa un territorio nacional recargado de fuerzas políticas; un prado donde pueden cartografiarse las reverberaciones históricas de la Argentina. Con sus paneos y sus expansiones visuales, la película compone ese espacio rural y urbano como campos minados; el escenario en el que se pone en juego el futuro de un pueblo. O mejor: el escenario en el que se decide esa suerte desde siempre. 

La posición de la cámara también es sintomática de ese trabajo. Cada vez que la imagen se expande para vislumbrar el horizonte porteño, su punto de origen es lejano. Desde afuera, desde el desierto, entre los árboles y los montes o a la orilla de un río derramado por la lluvia. Es decir, desde los márgenes. El punto de vista en el paisaje corresponde al del Martín Fierro expulsado (o su doble: el Perón proscripto), pero también al del propio Pino y todo su equipo que se vieron forzados a terminar de filmar en la clandestinidad, a la sombra del sadismo diseminado por la Triple A. Esta condición es la que afina la composición del territorio. El pueblo amenazado define la percepción espacial: un campo de luchas que persiste (¡y resiste!) al paso del tiempo.

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El paisaje de Pino, más que una impresión física del espacio, observa un territorio nacional recargado de fuerzas políticas.

Ese mismo ensayo de hibridación temporal puede rastrearse en otra película más reciente: El movimiento de Benjamín Naishtat, que viaja hasta los motines entre federales y unitarios en la Pampa húmeda, para quebrar su ubicación histórica y desatar una alegoría sobre el peronismo. La perspectiva que crea Naishtat es, sin embargo, el contraplano burlón de Los hijos de Fierro. Más que la resistencia de un pueblo, lo que perdura en el tiempo son los líderes infames (una elucubración sobre el peronismo que puede seguirse al menos hasta El jefe, dirigida por Fernando Ayala en 1958). 

Por eso, la puesta en escena de El movimiento (tramada a partir de cortes de montaje sanguinarios, como los de una navaja) se mimetiza con el caudillo protagonista. Cuando Naishtat se acerca a las personas comunes y corrientes no puede sino verlas como pobres criaturas fáciles de manipular. El gesto para el pueblo es de una lástima distante, nada más que eso. 

¡Vaya contraste! Si vuelvo a visitar la obra de Pino, el rostro más sobresaliente sigue siendo su carácter popular, rasgo que lo une a una familia de cineastas que va de Hugo del Carril, a Leonardo Favio y especialmente Fernando Birri. Pero esa popularidad no recae simplemente en la transparencia que hace a sus películas inteligibles, sino en la mirada dignificadora que elabora sobre los trabajadores y sus universos particulares.

Un plano vital, que ni Naishtat ni gran parte de su generación llega siquiera a imaginar: la calle de un barrio cubierta por papelitos festivos, con una multitud que se acerca desde lejos. La cámara se aproxima a ellos con un zoom y ellos se aproximan a la cámara bailando. El sujeto que filma y los sujetos filmados (y nosotros, los sujetos que miramos) quedamos enlazados por ese encuentro. La comitiva carnavalesca la encabezan niños. Pegan patadas voladoras, danzan alrededor de la bandera como si fuera una fogata de ritual. ¿Qué es eso sino la dignidad de un pueblo? Su persistencia, a pesar de todo. 

¿Alguien retomará, acaso, ese legado, más allá de los discursos beneplácitos a los que nos tienen acostumbrados los velorios? Mientras tanto, las películas de Pino siguen pegando gritos encendidos. Sus preguntas siguen en suspenso, como una moneda flotando en el aire. Justo antes de caer. 

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Parte de la obra de Solanas podrá verse en la edición online del Festival de Cine de Mar del Plata, entre el 21 y 29 de noviembre. 

 

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