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Con este trabajo, Emmanuel Mouret compone un film sobre los sentimientos: un grupo de parisinos se enfrenta al movimiento del deseo amoroso, cargado de incertidumbres y rodeos.
Ed Impresa04/02/2022 Iván Zgaib
Especial para La Nueva Mañana
Cualquier distribuidor ansioso por el corte de entradas hubiera visto la nueva película de Emmanuel Mouret como si fuera un calmante: la aparición de un espectáculo afrancesado inmediatamente reconocible, listo para aspirar la billetera de los cinéfilos más artistique de la ciudad. Protagonizada por un grupo de parisinos de adoquín, con nostalgia por el canto de las aves de campo y un paladar entrenado en los sabores de la filosofía y del sexo extramarital, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos hasta incluye un pasaje donde una chica se entera que su novio fue infiel y le tira uno a uno los libros de su biblioteca mientras grita: “¡Tomá tu Tolstoi! ¡Tomá tu Derrida! ¡Tu Sartre! ¡Tu Balzac!”... ¿Puede una película ser más estereotipadamente francesa?
Y aún así, el film de Mouret es un pequeño objeto de una sensibilidad sobrecogedora, más ajeno al cine de postal francés que al realismo deseante de Eric Rohmer, a los romances de vidrio molido de Philippe Garrell o los relatos de iniciaciones maduras de Olivier Assayas. La película comienza con una declaración de principios que revela su autoconciencia: Maxime, un treintañero que sueña con ser escritor, dice que le gustaría escribir “historias sobre sentimientos”. Lo cual nos sugiere que es Mouret quien está hablando a través de su antihéroe, exhibiendo los hilos de su película (y, también, de su tradición): éste es un cine de los sentimientos, y al igual que las emociones, está hecho de rodeos, de pasos en falso, de caminatas por la niebla.
Las criaturas de Mouret hablan mucho. Maxime le cuenta a Daphne su historia de desamor con Sandra, que está enamorada de su mejor amigo, y Daphne le cuenta su historia de amor con François, que estaba casado cuando se conocieron. Todos ensayan monólogos que, incluso cuando están dirigidos a otros, poseen la intensidad del fluir de la conciencia. Se pierden en sus propios razonamientos intrincados; expulsan sus pensamientos hasta acumularlos como las piezas perfectas de un jenga a punto de caer. Pero lo que vuelve tangible aquella erupción emocional es la gracia con que Mouret filma los rodeos: él hace deslizar la cámara como por una pendiente de hielo. Cambia de dirección y salta de un personaje a otro, abandonando las figuras del plano hasta trazar un movimiento incierto: uno cuyo objetivo cambia constantemente, tanto como sus protagonistas saltan de un amante a otro, inseguros sobre sus propios sentimientos.
Similar a los sismógrafos que siguen los movimientos de la Tierra, Mouret sigue el de las emociones, pero entendiendo que estas no siempre poseen un suelo firme que las contenga. Lo que atrae a su mirada, entonces, no es la pulsión psicoanalítica por reponer el sentido de las emociones, sino el esfuerzo por capturar las fuerzas que se escapan al razonamiento: aquello que resiste al sentido. Incluso el lenguaje que utilizan Maxime y sus amigos para expresar aquello que les está sucediendo pierde eficacia. Por eso cobra importancia la tensión perpetuada en el título de la película: el vacío entre las acciones y las palabras. Lo que decimos…¿es lo mismo que hacemos? y si no fuera así, ¿cómo pueden tener tanto peso de verdad ambos, el cuerpo y el lenguaje?
Los matices que Mouret encuentra en el camino son alcanzados también por la estructura caleidoscópica con que construye la narración. En el film, Daphne le cuenta a Maxime cómo conoció a François cuando éste estaba casado, pero luego salta al relato de François y luego al de su exesposa. Cada perspectiva agrega un punto singular desde el cual acercarnos a los hechos que se relatan (muchas veces poniendo en tensión la narración que escuchamos anteriormente). Entonces, no se trata sólo de que cada personaje tiene dificultades para procesar sus propios sentimientos, sino que muchas veces no pueden descifrar qué le sucede al amante que duerme a su lado: la exesposa de François se pregunta cómo pudo engañarla y Maxime se pregunta cómo Sandra puede abandonarlo y volver a él en una danza interminable.
El caleidoscopio sentimental de Mouret parece revisitar aquel hermoso pasaje de Jean Renoir en su film Las reglas del juego, donde uno de los personajes decía sombríamente: “Lo terrible de la vida es esto: todos tienen sus razones”. Y aquí, en Las cosas que decimos…, todos tienen sus razones: aunque nunca lleguen a comprenderlas por completo. E incluso si la película logra exponer la marea emocional de cada personaje, nunca arriesga una respuesta final, ni clasifica víctimas y victimarios, ni fabrica hipótesis iluminadoras. Hasta su final permanece abierto, quizás como la vida: el rostro de una chica, donde conviven la desilusión en sus ojos y la felicidad en su sonrisa. ¿Quién podría vender algo semejante?
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