Los piqueteros, el 2001 y la deuda social en la Argentina contemporánea

A 20 años del 2001, no hubiera sido posible ni siquiera imaginar un gobierno progresista en la Argentina sin la intervención de los desocupados devenidos en luchadores sociales.

Opinión 23/12/2021 Lucas Ezequiel Bruno (*)
Piqueteros 2001
"El movimiento piquetero venía a ocupar un lugar vacante, abandonado por el sindicalismo y la oposición política", asegura Lucas Bruno.

Que Néstor Kirchner haya asumido la presidencia en el año 2003 mostró el fracaso parcial del movimiento piquetero. A diferencia de lo que sucedió en Bolivia, donde un dirigente sindical cocalero e indígena, surgido de las luchas de resistencia al neoliberalismo, ganó la primera magistratura en el año 2006, en Argentina, el movimiento piquetero no pudo impulsar a ninguno de sus líderes para dar la batalla política-electoral. Aquí fue Kirchner quien los impulsó a ganar las instituciones.

¿Estas condicionalidades hacen que el proceso político en nuestro país haya sido menos genuino? No creemos eso. Entonces, ¿qué gravitación tuvo el movimiento piquetero para el cambio de etapa post crisis de 2001?

Producto de la política económica de Menem -privatizaciones, flexibilización laboral, desregulación, etc.-, una nueva identidad popular emergió en la segunda mitad de los años noventa con mucha fuerza: los desocupados. En las provincias de Salta y Neuquén, ambas afectadas por la privatización de YPF, irrumpieron los primeros piquetes allá por 1996. Cortes de rutas con una estética muy singular. Ex trabajadores forzados a tomar el espacio público con ollas populares, quema de gomas, capuchas y días enteros en los márgenes de las rutas para escenificar el hambre y el desempleo. Entre 1997 y 2001 las protestas piqueteras aumentaron del 3% al 16%, hasta que en 2002 representaban el 23% de la protesta social. Los piqueteros llegaron para quedarse.

El movimiento piquetero venía a ocupar un lugar vacante, abandonado por el sindicalismo y la oposición política. Pocas voces resistían al régimen neoliberal. Otras pocas impugnaban los dogmas del libre mercado. La convertibilidad había cumplido su promesa de lograr la estabilización y normalización no sólo económica, sino de todo el sistema político. Eso sí, a un costo elevadísimo que, para ser certeros, gran parte de la sociedad toleró hasta bien entrada la década siguiente.

Había un sindicalismo menemista, un peronismo menemista y hasta un radicalismo menemista. Muy poco quedaba por fuera del poder disciplinador y domesticador del discurso neoliberal. La CTA y el MTA (Movimiento de Trabajadores Argentinos), ambas centrales nacidas en esa etapa y en claro enfrentamiento a su política económica, ocupaban un lugar marginal dentro del sindicalismo. Una luz de esperanza asomaba del norte y del sur, del país profundo y siempre marginado. De la negritud, de los pobres, del hambre, de allí surgió la primera resistencia efectiva al neoliberalismo representado en el entonces Presidente.

Luego de los piquetes y de las ollas populares siguieron las puebladas. A continuación, o ya todo en simultáneo, los cacerolazos de los ahorristas indignados por el corralito. El esplendor destituyente del “Que se vayan todos”. Los saqueos en todo el territorio nacional, la Plaza de Mayo, la represión, y la masacre extendida en el país con más de 39 muertos que hasta hoy buscan justicia. Y, señores, diciembre del año 2001 en Argentina. Un cántico triunfal y esperanzador se escuchó por aquellos días: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. ¿Fue una sola? ¿Había algún criterio de unicidad?

El 20 de diciembre del 2001 mostró la irrupción de la multitud. Una multitud que era conglomerado y superposición de particularidades más que un pueblo. Algo logró, volteó a un Presidente arrodillado ante la doxa neoliberal. Así se precipitó la crisis política, institucional, económica, social y cultural más importante desde el regreso de la democracia a la fecha. Pero no había unicidad, ni tampoco un sujeto soportado en algún significante nodal en condiciones de encarar la recuperación y la reconstrucción de la Argentina.

En esta ebullición de particularidades, los piqueteros constituían el movimiento social con historia y proyección de futuro, es decir, estaban en condiciones de encarar la tan necesaria tarea de hegemonización de la crisis. No fue lo que sucedió. El sistema institucional argentino activó los resortes que quedaban en pie y pudo estabilizar la situación política a partir de acuerdos de cúpulas. El jefe peronista del conurbano asumió provisoriamente la presidencia, bien lejos de los piqueteros. Durante el gobierno de Eduardo Duhalde se produjo el asesinato, en el marco de una represión policial, de dos militantes del MTD Aníbal Verón, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Este suceso aceleró el llamado a elecciones nacionales de las cuales resultó electo, en mayo de 2003, Néstor Carlos Kirchner, el jefe peronista de Santa Cruz, bien parte de la dirigencia política del momento.

Pero algo estaba por cambiar.

A 20 años del 2001, podemos decir que el gran valor del movimiento piquetero fue tramitar la apertura del régimen neoliberal para poder imaginar otros órdenes posibles, deseables y realizables. La emergencia de los piqueteros resquebrajó la hegemonía neoliberal generando las condiciones para la construcción de órdenes políticos antagónicos al mismo. Néstor Kirchner fue primero un hijo pródigo del piqueterismo; y después un padre. No hubiera sido posible ni siquiera imaginar un gobierno progresista en la Argentina sin la intervención de los desocupados devenidos en luchadores sociales. Entonces, el fracaso del movimiento piquetero fue parcial: si bien no tuvo la astucia de construir un sujeto político, un pueblo, capaz de asumir la representación de todos los argentinos, posibilitó la tramitación hacia un nuevo orden enfrentado al neoliberalismo.  

Los gobiernos kirchneristas fueron los que impulsaron el salto de los piqueteros, ex desocupados, de la lucha social a la batalla política. La politización de la identidad piquetera se inscribió en la lógica del exceso: los piqueteros ya no estaban condenados a sólo discutir programas sociales, la pobreza y el desempleo. De cortar rutas y organizar ollas populares a sancionar leyes, asignar partidas presupuestarias, definir la ejecución de programas estatales, es decir, gobernar y discutir el orden político en su generalidad. En simultáneo, los piqueteros corrían los límites de lo posible del discurso kirchnerista al, por ejemplo, bloquear bocas de expendio de combustible cuando las petroleras Shell y Esso decidieron aumentar los precios en el 2005, o al señalar a la estructura burocrática del PJ bonaerense -el duhaldismo- como parte de los enemigos políticos del kirchnerismo. En ningún caso Kirchner estaba dispuesto a ir tan lejos; fue la prepotencia de la voz piquetera que avanzó por sobre la voz oficial. Nada más lejos de la cooptación.

Al 2022 podríamos decir que la incorporación de los movimientos sociales -ex piqueteros- en la política argentina no saldó deudas sociales y económicas en nuestro país. La deuda, definitivamente, es con los sectores postergados, y por momentos es infernal. Ningún gobierno desde el regreso democrático pudo perforar el techo del 30% de pobres. En el período más bajo, en el 2015, el desempleo fue del 5.9% -del 2015 al 2019 escaló nuevamente al 9.8%-. En el 2019 el empleo precarizado alcanzó al 20.7% de la población. Necesitamos fortalecer y reactualizar la representación de los nuevos movimientos sociales que disputan la sedimentación del discurso neoliberal. Necesitamos más representación social y política. Probablemente sea por ahí.   

(*) Doctor en Ciencia Política (CONICET – CEA-UNC). Abogado.

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