Estrenos de cuarentena y el western vago

Las furias, de Tamae Garateguy, marca una incursión del cine argentino al western, pero se ve atrapada en los propios códigos del género. Filmado en suelo y barro argentino, se alquila por streaming en Cine Ar Play.

Ed Impresa 13/06/2020 Iván Zgaib
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El film es un laboratorio contemporáneo del western, filmado en suelo y barro argentino. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

La historia del cine siempre resguardará un pasaje dedicado a la vida y mutación de los géneros clásicos. Desde que se erigió el Hollywood babilónico, sus cimientos estaban hechos de artefactos fácilmente reconocibles: el western desértico, las comedias agitadas, los policiales oscuros, los musicales soñadores. Pero incluso allí, hacia el interior de códigos que podían cosificar las películas en cualquier momento, la invención era un horizonte posible.

Hubo autores como Alfred Hitchcock, quien no sólo imprimió sus matices personales en historias repetitivas de complots y asesinatos, sino que creó formas: el deslizamiento de la cámara para recorrer un complejo de edificios de punta a punta y narrar ese micro-universo sin palabras.

Hubo infiltrados como Douglas Sirk, quien se apropió de los melodramas reaccionarios de los ’50 e hizo implosionar el género desde adentro: una viuda filmada desde su reflejo en el televisor, como si permaneciera presa de los objetos de consumo que vanagloriaban las figuras de las amas de casa y sus preciosas vidas románticas.

Y hay subversivos latinoamericanos como Adirley Queirós, quien deformó los códigos de la ciencia ficción y del realismo hasta engendrar una criatura inclasificable: ciudadanos comunes que actúan de sí mismos, pero al mismo tiempo son filmados como héroes titánicos; documentos que cronican la historia brasilera, pero al mismo tiempo se convierten en disparadores para imaginar una distopía luminosa.

Las furias, el nuevo film de Tamae Garateguy, se asoma en el paisaje de estrenos de cuarentena con aquella peculiaridad: es un laboratorio contemporáneo del western, filmado en suelo y barro argentino. El film, desde sus primeros minutos, se encarna como un proyecto de reapropiación; sobre todo considerando que se trata del género clásico más íntimamente ligado a Hollywood y Estados Unidos (y al proyecto de Hollywood y Estados Unidos para narrar su propia Historia, el mito fundante de una Nación).

En ese sentido, Las furias busca el origen de su rabia en una diversidad de conflictos que forman parte del presente, nuestra propia historia. Lourdes, la protagonista, se alza como un símbolo de fortaleza feminista al enfrentar al ejército de machos que han abusado de ella toda su vida. Y ese centro dramático la arroja, además, a la violencia fundante de nuestra propia Nación: ella, hija de terratenientes blancos, quiere armar su vida con Leónidas, hijo de Huarpes nativos. Pero las diferencias entre un grupo y otro es lo que lleva a las familias a intentar separarlos de manera sistemática.

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A pesar de los guiños coyunturales que chispean continuamente en la película, lo que resulta más llamativo es su resultado inverso: Las furias es una película que descansa cómodamente en la tradición genérica que la antecede. Avanza más por códigos compartidos con el espectador que por un tejido dramático desplegado profundamente. Se sostiene más por personajes arquetípicos (rebotando como ecos abstractos desde otras películas) que por hombres y mujeres encarnados y registrados singularmente ante la cámara.

Una de las escenas que más expresa aquel vacío se ubica sobre el comienzo, cuando Lourdes y Leónidas se conocen por primera vez. Ella escapó de su casa después que un familiar la drogara y él la encuentra a ella desplomada en el desierto: la insólita presentación sucede mientras la chica vomita para recuperar la consciencia (“Me llamo Leónidas”, dice el héroe sobre el cuerpo desvanecido de su enamorada). Acto seguido: una elipsis los encuentra casándose a escondidas, pero el problema es que ese vínculo emocional (que en parte justifica cada acto de rebeldía ante sus familias) nunca adquiere cuerpo.

Como espectadores, somos invitados (¿forzados?) a creer en aquello que vemos: no tanto porque acontece en la pantalla, sino porque guarda alguna semblanza lejana con la tragedia originaria de Romeo y Julieta. Y lo mismo sucede con el trasfondo sangriento del western: cada línea conflictiva queda apenas esbozada, prisionera de cierto argumento literario.

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En tanto, Garateguy trabaja sobre la artificiosidad de la imagen: los cielos cuyanos prendidos fuego, las pieles estalladas en una saturación amarillenta, las escenas de violencia expuestas con erupciones sanguinarias. Todo se presenta bajo un filtro visceral y plástico característico del pop; es decir, de la estética que hace de la apropiación su obra cúlmine. Pero ésta es su versión más parasitaria: dependiendo de la tradición a la que quiere rendir culto, la apropiación que engendra parece incompleta o vaga. En este juego circular, Las furias queda desplomada sobre los laureles del western. Presa de los códigos, su rabia tiene la forma de un grito cosificado.

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