¿Que se vayan todos? La enfermedad del éxito

En Argentina, y en Córdoba claro está, la derrota es mucho más que un desenlace deportivo: es la afrenta, la humillación, es el reconocimiento del derecho a la burla que se le concede al que gana y es el principio de la justificación de la agresión del que perdió.

Deportes 13/07/2017 Eduardo Eschoyez
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Más allá de que los equipos de fútbol más importantes de Córdoba tengan raíces propias e historias que los hinchas defienden como legítimas y únicas, las circunstancias suelen mover el mapa para ubicarlos en lugares impensados y hasta de paridad. A veces, les pasan las mismas cosas.
Hace unos días, cuando terminó el campeonato de Primera División y el de la B Nacional gastaba los últimos cartuchos, leí por todos lados palabras que reflejaban sentimientos de enojo, fastidio, indignación, frustración y cosas por el estilo. Se inspiraban en los números generados en tres frentes: la paupérrima campaña de Belgrano, el desencanto porque Talleres no entró a la Copa Sudamericana y la amargura porque Instituto quedó lejos del ascenso.

¿Alguien conoce a un hincha que sonría cuando a su equipo le va mal? Imposible. Sin embargo, en Argentina se produce un fenómeno muy particular: todos los hinchas creen y exigen que sus equipos sean campeones. Hemos internalizado un mecanismo que convierte al que sale segundo, es el primer fracasado. Algún sociólogo podría llamarlo “la enfermedad del triunfo”, porque es un cuadro que impide valorar lo bueno para multiplicar los efectos de lo malo. O sea, que se vayan todos, que no quede ni uno solo, manga de ladrones e inútiles….

Lamentablemente, los medios de comunicación tienen una posición muy clara y la convierten en rentable. Meten de prepo un diccionario de valoraciones que no contempla la derrota, ni acepta a los adversarios sino que los identifica como enemigos. Se juega por “la madre” y es de “vida o muerte”.
En Argentina, y en Córdoba claro está, la derrota es mucho más que un desenlace deportivo: es la afrenta, la humillación, es el reconocimiento del derecho a la burla que se le concede al que gana y es el principio de la justificación de la agresión del que perdió. Alcanza con que alguien pase caminando por un lugar donde hay gente con la camiseta del otro equipo: eso es provocación y hay que fajarlo. Los medios de prensa se prestan y agitan esa situación. Les resulta divertido promover las agresiones y las burlas; dicen que es el folclore del fútbol con el mismo rigor que usan después para reservarle la tapa al crimen de un muchacho en la cancha.

El caldo de cultivo genera un ambiente denso que explica por qué es tan grave perder. Nunca, jamás, se escuchó a alguien reflexionar en la derrota diciendo “oh, qué desgraciado percance hemos sufrido”; siempre hubo irritación y alguna lágrima, pero no al nivel actual. Insisto: si ser segundos es una vergüenza, ¿qué le queda al que termina del medio de la tabla para atrás?
Evidentemente, hay un desfase entre las expectativas y las posibilidades. ¿Qué justifica que los hinchas se aferren a la idea de que sus equipos deben ser campeones, o “habrá balas para todos”? El fútbol tiene una factoría donde se fabrican máximas e ilusiones en la misma línea de producción; una de ellas dice que “en la cancha, son 11 contra 11”. Caso cerrado. Claro, porque son iguales los 11 del Barcelona que los flacos de mi barrio…

Entonces, regresamos de la generalidad para hacer foco en Córdoba, donde Belgrano, Talleres e Instituto tienen una deuda externa conocida (remitirse a las tablas) y otra interna que les come el hígado: los hinchas están enojados, en mayor o menor medida, porque no se alcanzaron los objetivos. Aclaración: en Talleres e Instituto, esos objetivos fueron modelándose en la tribuna con el transcurrir de los torneos. No es una cuestión de buena memoria, sino de la exigencia nueva, la que germina y toma forma según los acontecimientos.
Son pocos los hinchas de Belgrano que tienen memoria y recuerdan que hace no hace mucho, el equipo jugaba en la B y parecía que nunca iba a salir de ahí. Hoy se abrazan desesperadamente a la necesidad biológica de la subsistencia, con la esperanza de que el club apueste de nuevo por el crecimiento y la consolidación. El sentimiento dominante es la frustración por el nivel de juego y la indignación por los jugadores que defendieron su camiseta. En la tribuna, hay tanta epidermis sensible que no cotiza demasiado ponderar el saneamiento económico y el desarrollo estructural. Hay una convicción muy fuerte, con relación a que se ha ganado el derecho de seguir en Primera. Y que lo otro, lo del ascenso y el orden institucional, es para el aplauso pero ya está. Hay que seguir adelante. Es como una conquista que trascendió a Armando Pérez y su conducción, para ser patrimonio de la gente.

En un estado de descontento similar aunque no igual, viven sus horas los muchachos de Talleres e Instituto. Arrancaron la temporada con un objetivo y la terminaron con otro. ¿Cómo es eso? Los dos se presentaron a sus competencias con una meta de mínima, que sufrió una metamorfosis camino al final. Ambos se daban por satisfechos con evitar el descenso; y terminaron tragando pesado porque se les escapó la posibilidad de alcanzar una meta más elevada: la Copa Sudamericana para uno y el ascenso para el otro. No importa que se hayan salvado del descenso. El hincha siempre tiene razón… (¿la tiene?).
En unas semanas más, comenzarán los nuevos campeonatos y veremos cuántos pares son tres botines, si es que la enfermedad del éxito nos permite ver más allá de nuestras propias narices.

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