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Marcos Cabrera es párroco de la iglesia de la Merced, en la ciudad de Alta Gracia, donde oficia misas inclusivas, íntegramente desarrolladas en lenguaje de señas.
Ed Impresa06/04/2019 Adrián CameranoEspecial para La Nueva Mañana
Durante una década, a Marcos Cabrera (45) lo persiguió una pregunta: “¿Por qué no ser cura?” El interrogante interno surgió en la adolescencia, tras haber tomado la primera comunión, y lo persiguió incluso durante sus primeros años como estudiante universitario. Cabrera, oriundo de Villa Giardino, iba a ser Bioquímico; promediaban los años 90, cursaba con entusiasmo en la Universidad Nacional de Córdoba y noviaba con una joven santafesina, con la que se proyectaba como esposo y padre.
Pero pasaron cosas: “Cuando estaba cumpliendo tres años de noviazgo, la pregunta volvió. Me separé, tuve una crisis existencial. Hasta que fui a ver a Eduardo, el cura de mi pueblo, y decidí que iba a abrazar la fe. Entonces fui a mi casa paterna y les dije a mi mamá y mi hermano menor: ´Dejo la facultad, voy a ser cura”, cuenta hoy emocionado Marcos, el flamante párroco de la iglesia de la Merced, en Alta Gracia, el único cura argentino que oficia misa en lenguaje de señas.
Llegar al máximo cargo en el jesuítico templo -de más de 250 años- le llevó a Marcos un camino extenso y sinuoso. Integrante de una familia “católica y practicante”, de chico Cabrera iba a la iglesia de su pueblo, pero nada distinto a tantos pibes de los 80 que de algún modo estaban cultural y familiarmente obligados a tomar la comunión. Aunque él sentía algo distinto, como una presencia –“yo siempre sentí que Dios estaba al lado mío”, dice-, mientras transitaba lo que todo joven: salidas, paseos, ese abrirse al mundo propio de la adolescencia.
En 1992, con 19 años, vivió a pleno un retiro espiritual en Villa La Bolsa –“me pegó”, recuerda ahora- y poco después, mientras cursaba los primeros años de la carrera de Bioquímica, “sentía dentro mío esa pregunta acerca de ser cura, como esa espinita que te clavás en la yema del dedo y que no la sentís, pero cuando agarrás algo con la mano te recuerda que está ahí”.
“Yo decía que no”, rememora Cabrera hoy en su sencillo despacho de la casa parroquial de Alta Gracia, a metros de la iglesia jesuítica a su cargo. Y entonces la vida siguió: novia –“estaba enamorado”-, apuntes, nuevas experiencias. “Sí recuerdo que vivía con mi hermano mayor y una amiga de mi mamá, en Córdoba y que ahí, en esa habitación, rezaba mucho. Inclusive durante un año, una vez por mes, fui al Seminario simplemente a charlar con un cura. Le iba contando lo que me pasaba, y él me iba guiando. Al final de ese año decidí que no iba a ser cura, se lo dije, y él me respondió: “Bueno, fíjate vos, es tu decisión. Yo veo signos, pero la decisión es tuya”. Llegó el noviazgo –“estaba enamorado”-, la pregunta nuevamente, la crisis existencial, el destino: a fines de los 90 entró al seminario, cursó intensivamente más de seis años y el 23 de marzo de 2007 ya era sacerdote. A los dos días ya estaba oficiando misa en la iglesia elegida: Virgen Niña, en Villa Giardino.
Justamente en su localidad natal Cabrera vivió una experiencia que lo marcó para siempre. Aún no olvida las dudas que le generó su participación, como público, en la primera comunión de una nena discapacitada. La ceremonia tenía como protagonista a una niña sorda, que asistió al oficio como perdida, con una media sonrisa, y a la que todos palmearon cuando la fiesta terminó. “Ese día y los posteriores me pregunté si la chica había comprendido, si alguien había logrado comunicarse con ella”, cuenta el religioso.
Años después, aquellas dudas lo llevaron a tomar una decisión: aprendería lenguaje de señas, para que nadie quedara excluido de la religión que amaba. Más tarde tradujo el misal, y al tiempo empezó a celebrar “misas inclusivas”, íntegramente desarrolladas en lenguaje de señas.
“En el colegio Pío X tengo una comunidad de sordos, que asiste religiosamente” cuenta, y se le perdona la redundancia. En Alta Gracia no ha formado aún un grupo similar, pero sí tiene contacto con fieles en esa condición, y sueña con que, más temprano que tarde, pueda oficiar misas inclusivas en la iglesia mayor de la ciudad. “Para mí esto de la lengua de señas es parte central de mi vida, me encantaría poder celebrar misa en lenguaje de señas todas las semanas, para hacer algo por gente que está excluida de muchas cosas, y también de la fe”, explica.
Mientras a nivel nacional crecen exponencialmente otras religiones, y hay merma de católicos practicantes –pese a la asunción de Bergoglio como Papa Francisco-, lo de Cabrera es empatía con los distintos, pero también una estrategia para retener y sumar fieles.
Durante todo el seminario Cabrera tuvo contacto con sordos; cuando decidió avanzar en el lenguaje de señas, hizo el curso oficial y planteó el tema al propio arzobispo Carlos Ñáñez, que aprobó la iniciativa. Y no sólo da misas: también confiesa, bautiza y casa.
“Para mí es una experiencia muy fuerte y para ellos también, así me lo han expresado muchas veces. Apuesto porque haya muchos catequistas y curas que quieran aprender el lenguaje de señas”, cierra.
Tras distintas funciones parroquiales en Cosquín y Bialet Massé, Marcos Cabrera llegó en 2010 a Fátima, en Alta Gracia. “Allí logramos conformar una comunidad muy linda, y desde el vamos me sentí muy cómodo. Es una ciudad, pero tiene ritmo de pueblo”, rememora hoy. Hasta que a fin del año pasado el Arzobispado lo destinó a La Merced, en reemplazo del cura Marcelo Siderides, involucrado penalmente y luego absuelto en la causa por la remoción del piso jesuítico del templo.
Cabrera asumió en lugar de Siderides, y en líneas generales prefiere no referirse a aquel escándalo, que tuvo repercusión nacional. Aún está impactado por la iglesia refaccionada, al punto que “desde el altar estuve estos días mirando el techo, es una obra arquitectónica increíble, un lugar para disfrutar”.
Para Marcos, su nuevo lugar de trabajo “es especial, porque es la madre de todas las parroquias de Alta Gracia y de la localidad misma, ya que la virgen es la patrona de la ciudad”.
Su misa inicial en la iglesia aledaña al Tajamar, en febrero pasado, contó con la presencia del arzobispo Carlos Ñáñez y con “su” grupo de fieles sordos, que viajó especialmente desde Córdoba para acompañarlo en la asunción.
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