En las vísceras, ternura

Sobre las nubes, el film de María Aparicio, es una fantasía realista que encuentra el oxígeno para respirar en el mundo del trabajo. Se estrena en el Cineclub Municipal.

Ed Impresa 17/03/2023 Iván Zgaib
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El film se ve desde el 23 de marzo en el Cineclub Municipal. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

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Sobre las nubes, la película humanista de María Aparicio, comienza con una voz androide. Alguien que no vemos pero sí escuchamos. Una encuestadora que atropella las palabras de manera uniforme, como si el choque de “quiere” y “trabajar”, seguido de la interrogación, no tuvieran un significado particular, y como si ese significado no afectara a quienes reciben la pregunta. Es decir, a los personajes en pantalla. Lucía, una chica que acaba de empezar a atender en una librería. Nora, que hace guardias en un hospital. Ramiro, que cocina en un restaurante hasta que la ciudad se duerme. Y Hernán, un padre soltero que perdió su cargo en la empresa donde trabajó durante años. A cada uno de ellos, Aparicio los rodea de una puesta cariñosa: una cámara que se sostiene sobre el lienzo de sus cuerpos. Que atiende a la verdad de sus ojos, a los hilos que traban y destraban sus labios, a lo no-dicho que se resbala de la punta de sus dedos, mientras se refriegan las uñas o los anillos.  

En esta breve secuencia, Sobre las nubes ya adelanta dos de sus rasgos identitarios. Primero, su preocupación por el mundo de la economía: la intención de indagar cómo las personas luchan por caminar sobre el agua, donde los trabajos se pueden hundir de un momento a otro y las vacaciones pagas son un horizonte brumoso. E incluso cuando algo de eso se consigue, ¿cómo se conserva el deseo, la conexión con los otros y con lo Otro, con una experiencia para la cual aún no se inventaron palabras, si la rutina del dinero lo rige todo? En segundo lugar, aquella secuencia anticipa una forma de mirar. Esa cámara atenta que presta el ojo y hace lugar para que los personajes entren con sus anhelos y sus dudas. Un contraplano de empatía: ante la voz burocrática de los censistas, ante el mundo que saca el pecho y nos empuja por sus barrancos. 

Sobre aquellos dos pilares, la película de Aparicio es una especie perdida en el desierto de las ficciones argentinas. Habla la lengua que los intimistas (de Fernando Salem a Juan Villegas) nunca aprendieron: aquella que puede conjugar los amores y los desamores del singular con un contexto plural que los desborda. Y mira hacia un lugar al que los nihilistas (de Damián Szifrón a Cohn y Duprat) le corren la cara: el anhelo de que las personas desconocidas, aún dentro de un sistema árido, pueden renunciar a comerse unos a otros. Y en cambio se sientan, apaciblemente, a compartir una canción antes que se largue la tormenta.

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Sobre las nubes se organiza como una crónica de la vida de sus criaturas. Es el paso del tiempo y lo que podemos hacer con ese tiempo. Son los recorridos en la ciudad, que usualmente están estructurados por el trabajo: en ir hacia él o escaparle cuando la jornada ha terminado. Por eso la película necesita sus momentos minúsculos, como los viajes de Nora en colectivo, los de Ramiro en su bicicleta o los paseos de Lucía por el parque con su perro.  

Es cierto que el cine contemporáneo (de Agustina San Martín a Alex Piperno) suele repetir con los ojos cerrados esa forma de registro sereno. Pero acá tiene la virtud de evitar la abstracción. Es decir, la contemplación nunca se convierte en un gesto vacío, que tendría su aplicación idéntica en Córdoba, Filipinas o Tokio, como si cada espacio y cada persona fueran latas intercambiables de comida para perros. En Sobre las nubes, los fragmentos cotidianos adquieren un peso específico porque Aparicio ha mirado a sus personajes con precisión.  

En un momento pequeño, por ejemplo, Hernán está sentado junto a su hija Paulina en un banco, mientras esperan el colectivo. Entonces ve algo extraño: unas luces que se derraman sobre los balcones de algún edificio. Luego nota que es el reflejo de una pantalla gigante, anunciando la venta de celulares. ¿Por qué nos golpea ese instante que en cualquier película podría ser insignificante? Su triunfo es que ha sido anclado en un terreno dramático firme. Que en una ciudad donde el consumo se anuncia hasta en los cielos, hemos visto a un hombre sin trabajo. Y que lo hemos seguido por la mañana, cuando se levanta a desayunar con su hija, y luego cuando lo entrevistan por zoom mientras espera que ella vuelva de la escuela, sabiendo que necesita conseguir ese trabajo para sostener a su familia. Que sólo así podrá pagar las clases de Aikido que Paulina quiere hacer. Y sólo de esa manera, sus vidas podrán seguir siendo más o menos las mismas. 

Aparicio resguarda allí un secreto frágil. Y es que ha evitado confundir el ascetismo con un valle donde no corre el agua. Sobre las nubes inventa un paraíso verde: está listo para ser habitado. Lo cual significa que su directora ha logrado una hazaña tan modesta como sorprendente, propia del heroísmo tierno que predican sus personajes. Después de años que las ficciones independientes de Argentina desconfiaran de la emoción (de Martín Rejtman a Ezequiel Acuña), ella la ha protegido como a un fuego cubierto por las manos. La ha invocado, la ha cuidado, la ha invitado a ingresar a sus imágenes. ¡Bienvenida, nueva sinceridad!

3.

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En el cine argentino reciente, la compañera de ruta de Sobre las nubes es El perro que no calla: otra fantasía realista que crea poemas con el movimiento resbaladizo del tiempo y el paisaje estático del neoliberalismo.  
Como aquella película de Ana Katz, el film de Aparicio posee una pulsión soñadora. Incluso con su descripción amarga del trabajo, la cámara está fascinada por capturar las actividades con las cuales las personas logran perforar muros. Abren grietas y resquicios. Respiran, finalmente, y descubren un recoveco donde pueden recostarse a inventar otras vidas. Al menos, por un momento. Que Ramiro aprenda trucos de magia o que Nora haga teatro, son acciones reencuadradas bajo ese prisma. No tanto como un pasatiempo, sino como la capacidad de inventar otro tiempo: al margen del consumo. 

El mismo efecto genera el retrato de las interacciones, que están hechas de gestos amorosos. Allí hay desconocidos que cruzan palabras a través de las mesas de un bar; transeúntes que se piden amablemente la hora; vecinos que se regalan bicicletas; compañeras de trabajo que se leen poesía. En parte, aquella red de ternura convierte a la crueldad en un atributo virtual: como si ésta sólo existiera en las reglas del sistema económico y no en las personas. Pero la forma más adecuada de concebir este rasgo es como una fantasía. Aparicio busca encontrarle una forma a la esperanza, de la misma manera en que Frank Capra rescataba a su protagonista de la muerte o en que Aki Kaurismaki imaginaba una tropa de franceses cuidando a un inmigrante de la policía.

Sobre las nubes duplica, en ese sentido, los pasadizos que sus propios personajes escarban para sacar la cabeza afuera. Se inventa otro mundo. Que es una manera de decir: encuentra en la ternura un instinto de supervivencia.

Entonces, una lista para resistir:

Hacer teatro.
Regar las plantas.
Practicar Aikido.
Pasear con las mascotas.
Inventar trucos de magia.
Mirar Sobre las nubes, de María Aparicio. 

  

 

Edición Impresa Nro.: 302

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