Alejandro González Iñárritu se hace cine encima

Después de haber acariciado la estatuilla de los Oscars, el realizador de films premiados como Babel y El renacido vuelve a filmar a México tras 23 años.

Ed Impresa 23/12/2022 Iván Zgaib
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En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, Iñárritu pasa de un estímulo a otro sin capacidad de retención. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

Pasaron veinte años desde que Alejandro González Iñárritu filmó en México y se nota. Ahora, después de haber acariciado la estatuilla de los Oscars y de respirar el mismo oxígeno que Brad Pitt, el director vuelve a su país natal con el pecho inflado y algo de culpa, listo para hacer una película donde se comporta como un turista desbordado.

En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, Iñárritu pasa de un estímulo a otro sin capacidad de retención, hasta que se le hacen espuma los ojos. Hay atracciones para todos: los históricos cortocircuitos entre México y Estados Unidos, la migración latina, las redes sociales, la fama, los embarazos perdidos, la culpa de clase, las brechas generacionales y una incontinencia a disfrazarse de Fellini con el maquillaje corrido. 

La película se muestra tan preocupada por abordar todos los frentes que a mitad de camino, con el corazón ya cansado, incluye una escena donde se anticipa a las críticas que podrían hacerle sus detractores. Allí el protagonista acaba de proyectar su último documental y recibe los ataques de un periodista: le dice que hizo una película pretenciosa, llena de caprichos; que su marca es la arbitrariedad y su compulsión por crear escenas oníricas apenas una excusa para ocultar la falta de sentido. Pero correr a Iñárritu con argumentos de ese estilo sería detenerse en el tacto de las superficies, como hace él cuando ensaya una autocrítica que ni siquiera comprende su propia criatura. 

El problema, en todo caso, no es la ausencia de sentidos, sino que el director haya creado una maquinaria hermética con la cual intenta alcanzar un significado profundo que nunca toca, como un niño que hunde la mano en una cueva y la saca rápido por miedo a las serpientes. Vamos por lo primero: la pirotecnia dramática de Bardo está ordenada en torno a Silverio, el documentalista exitoso que vuelve a México después de haber logrado el éxito en Estados Unidos. Todo parece imitar los trazos de una crisis existencialista, donde las certezas del personaje se desvanecen en el aire, pero Iñárritu no deja lugar para las dudas.

Tomemos, por ejemplo, las secuencias oníricas. Allí se ejercita un borramiento de fronteras entre el sueño y la vigilia, cuya paradoja es que siempre está claro a cuál de esas esferas pertenece cada momento. Y aún peor, Iñárritu se esfuerza por enrarecer ciertas imágenes al darles un giro surrealista, pero esos retoques funcionan como significados transparentes. Para graficar la pérdida de un embarazo, filma a un bebé que se arrepiente de nacer y vuelve a meterse en las entrañas de su madre. Y para captar el estado de indefensión de Silverio, encoge el tamaño del actor hasta convertirlo en un adulto-niño deforme que conversa con el fantasma de su padre adulto. Más que asociación libre, lo que guía a la película es una razón encadenada.

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En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades hay atracciones para todos: los históricos cortocircuitos entre México y Estados Unidos, la migración latina, las redes sociales, la fama, los embarazos perdidos, la culpa de clase, las brechas generacionales y una incontinencia a disfrazarse de Fellini con el maquillaje corrido. 

Bardo es también una obra de la desmesura. Así como se dispersa en una acumulación compulsiva de temas, ensaya una estética maximalista donde cada movimiento de la cámara es un grito desesperado por llamar la atención. Un paseo sin cortes en un set televisivo, entonces, puede confundirse con una visita guiada por el zoológico: Silverio avanza y se choca con un payaso, un caballo blanco, un fisicoculturista frunciendo los músculos, una pareja de periodistas bailando y una troupe de chicas envueltas en plumas y lentejuelas. 

No es que una estética de los excesos sea algo malo en sí mismo. Después de todo, cineastas tan diversos como Powell y Pressburger, Douglas Sirk y Nicholas Ray forjaron sensibilidades singulares bajo aquellos designios. La pregunta es qué tipo de experiencia nace de esas estrategias. En la película de Iñárritu, los desbordes parecen manifestarse como una (verdadera) rebeldía sin causa. Un espectáculo decrépito, cuyo traspié no es sólo carecer del júbilo que hace palpitar a cierto cine del artificio, sino también quedar en contradicción con las críticas que arriesga a lo largo de sus dos horas y media. 

 Una idea insistente es la culpa que carcome a Silverio por haber dejado México a cambio de una vida “pasteurizada” en California. Y aún así, Iñárritu elige componer a sus personajes dentro de imágenes ultra procesadas; una obra propia de los cirujanos angelinos. En una escena junto a su hija, por ejemplo, el protagonista es capturado en un cuadro lustroso, donde las aguas diáfanas de una piscina se funden con los labios del cielo.

Esa tendencia a envolver las imágenes en un colágeno visual no tiene límites. No importa el contexto ni las peculiaridades del drama. Incluso si la película busca problematizar la distancia entre los lujos de Silverio y las vidas sufrientes que retrata en sus documentales, el registro permanece inmutable. Cuando el protagonista sigue a un grupo de mexicanos intentando cruzar la frontera, la cámara los roza a la altura de la tierra y luego se eleva en un gesto magnánimo. Llega a capturarlos desde arriba, con una composición distante, obnubilada por su propio poder de invocar lo sublime y transformar una experiencia tortuosa en una imagen legendaria. La realidad de los inmigrantes es vista así como un acto de heroísmo abstracto, capaz de intercambiarse por cualquier hazaña en una película de catástrofes.

Bardo funciona como una acumulación de excesos engañosos. Sus imágenes oníricas no expresan lo inefable sino lo mismo que dicen los personajes despiertos. Y las composiciones ampulosas no descubren algo nuevo, sino que doblan la mirada absorta de Silverio. En cierto punto, se trata de un artefacto de una honestidad accidental: es la película que habría filmado el protagonista que no puede ver más allá de sí mismo. Por eso, nadie describiría a Bardo mejor que él. En sus propias palabras: “la vida ya no es más que una sucesión de imágenes idiotas”. 

  

 

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