Sé agua, amigo

"El perro que no calla", el último film de Ana Katz, compite la próxima semana con la mayor cantidad de nominaciones a los Premios Cóndor. Y no es en vano: se trata de la ficción argentina más libre, conmovedora e imaginativa del último año.

Ed Impresa 30/09/2022 Iván Zgaib
El perro que no calla 02
Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

Todo empieza con un llanto. Un llanto de perro que no escuchamos pero que comenta todo el mundo. Hay un vecino aferrado a su paraguas, temblando abajo de la lluvia. Se desmorona como un glaciar triste, porque recuerda aquel quejido. Dice que lo escucha desde hace cuatro años. Que debe ser la soledad. Que seguro se acuerda del hermano o la mamá. A este hombre se acerca una vecina más y después otro: todos preocupados por la perra que llora cada vez que su cuidador se va a trabajar. Seba (el vecino treintañero, diseñador, conviviente de esa perra) no dice mucho. Es más de escuchar. Si interviene, selecciona sus palabras con austeridad. Calmo, sintético, moroso. En cierto modo, parece callar lo que no calla su perra. Y cómo él, también se calla Ana Katz: la directora de esta película sigilosa, la ficción argentina más líquida y atenta al mundo que se haya estrenado este último año.

En El perro que no calla hay una angustia de púas y un pulso vital que están latiendo por lo bajo. Pero Katz no subraya significados ni utiliza a su protagonista para vocalizar lo que ella quisiera que entienda su audiencia. Por el contrario, trabaja esculpiendo una fuerza mucho más primal, como si limara los bordes de los diálogos y de los hechos dramáticos para llegar a una emoción. Entonces se mantiene ahí, acechando desde el suelo. Abre bien los ojos y convierte a la cámara en una esponja que absorbe todo: las conversaciones que se desbarrancan de su eje; las migajas que la gente deja en el colectivo; los gestos efímeros con los que las personas lanzan un destello de rubí. Captar eso requiere de una atención flotante, algo desviada. Siempre con cuidado, porque todo es perecedero. 

La película entonces observa a Seba. Lo vemos amoldándose y desmoldándose como el agua, siempre en busca de reorganizar su vida, que es también una forma de decir: inventar otro tipo de vida. Distinta de la oficina donde acumula horas de trabajo amarrado a un escritorio.  Diferente a ese mundo aplastante donde existe el llanto de su perra o la congoja de sus vecinos o el Estado que pisotea los salarios de su madre y sus compañeras docentes. Ir al campo y ver crecer la cosecha. Pasear a un enfermo en silla de ruedas. Formar una cooperativa de verduras agroecológicas. Cada vuelta de timón ensaya una búsqueda por esa tierra virgen y desconocida. 
Lo que en ojos de cualquier otro cineasta podría ser una fábula adormecida por los sahumerios del new age, con la mirada de Katz se vuelve algo mucho más complejo y sentido. La clave quizás sea que las transformaciones en la vida de Seba no estén narradas de manera maniquea ni lineal, sino a través de anotaciones al margen de la hoja, de paréntesis y puntos suspensivos. Es decir: las escenas no están ahí para cumplir un objetivo predeterminado, sino para soltarse de las armaduras que caracterizan al cine teledirigido. Katz entrega su película al ritmo de la vida, que en el mejor de los casos fluye: más acá, más allá, en varias direcciones paralelas. Quién puede agarrar con las manos el torrente del río. 

El perro que no calla 01

Una de las estrategias más admirables es el uso de las elipsis: toda la película está hecha de fragmentos. Y entre ellos siempre hay escenas perdidas, como si lo que vemos llegara después de una noche de borrachera. Esto es peculiar porque, hasta esta altura en su carrera, Katz se había limitado a hacer un trabajo temporal microscópico, bastante usual para el cine contemporáneo. Se trataba de historias breves que transcurrían durante un quiebre en la rutina de las personas (las vacaciones en La novia errante y Sueño Florianópolis) o en un período acotado de la vida (los primeros meses de la maternidad en Mi amiga del parque). Y en El perro que no calla nos encontramos con un tiempo diferente. Es plástico y se estira: está cortado, pero cubre la vida de Seba a través de varios años.

Esa estructura resulta precisa y conmovedora justamente porque revela la naturaleza cambiante de la vida. No se trata de la definición de un momento, sino de la fragilidad de esos momentos que parecen sellados en la piedra. A contramano de la fijeza de nuestra percepción y del sistema que nos exige una existencia ordenada (¡y un cine ordenado!), el mundo que construye la película tiene como constante su forma maleable. Los afectos en la vida de Seba mutan. Sus trabajos son unos y después otros. Los lugares donde vive se suceden y dejan su estela. 

Parte de esa filosofía también adquiere forma por el peso dramático que Katz distribuye igualitariamente entre cada suceso. Uno de los pasajes más comentados es aquel que remite a la pandemia (y que la directora imaginó antes que el virus apareciera en nuestras vidas): un cambio en el oxígeno del planeta hace que las personas se vean obligadas a utilizar cascos con forma de pecera; el único método posible para respirar sin morir en el intento. Pero lo que no se ha dicho tanto sobre ese episodio distópico es que sea tratado de la manera más cotidiana posible. No se destaca, sino que comparte la misma densidad dramática que una mudanza al campo o un nacimiento.

En esas vidas de cristal nada es permanente. Una catástrofe planetaria, un trabajo chupasangre, un ser querido que se va: todo pasa, todo va a pasar. Y esa es, también, la esperanza fortuita que vislumbra Katz: en nuestras vidas de hierro siempre se puede abrir una grieta, una rendija, un canal que deje correr el agua. Algo nuevo puede pasar. 

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