Pier Paolo Pasolini: cero en conducta

Organizada por el Istituto Italiano di Cultura y el Cineclub Municipal se exhibe una retrospectiva del cineasta que se dedicó a sacudir los cimientos de la sociedad italiana.

Ed Impresa 26/08/2022 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

1.

Es el último día del año. Un diciembre escarchado de 1945. Las familias están por bailar en los balcones y por sumergirse en las copas de vino ardiente, pero Pier Paolo Pasolini tiene pocas razones para festejar. Acaba de perder su trabajo y el horizonte es brumoso. La policía lo espanta con el primer llamado de una serie de denuncias que coleccionará toda su vida: “corrupción de menores” y “actos obscenos en la vía pública”, dicen los archivos, luego de que un testigo lo viera hundiendo sus manos en los pantalones de tres adolescentes. En su casa, el padre grita. La madre llora. Él escribe. Se encierra a trabajar en su novela sin parar: es el último resquicio de esperanza, en un cuarto oscuro donde ya nadie sabe bien cómo prender la luz. 

2.

Huyó a Roma de la mano de su madre. Se volvieron “pobres como un gato del Coliseo”, escribió en uno de sus poemas, aunque nunca vivieron cerca de la arquitectura mitológica de la ciudad. Lejos de esa memoria rocosa que no quiere soltar su pasado, el destino de Pasolini estuvo entre los desperdicios urbanos, como el polvillo que se esconde atrás de los cuadros. Era el imperio de los borrachos diurnos, los criminales de poca monta y las putas profesionales que compiten con las estrellas. Un limbo entre el campo y la ciudad: esa clase de espacio incómodo que los romanos preferían tener lejos para olvidar.

Incluso cuando sus escritos se empezaron a conocer tímidamente, Pasolini era una pieza que no encajaba en el diseño perfecto de la vida cultural. Iba a los eventos con la ropa gastada, porque era todo lo que tenía en su placard. Se volvía temprano, porque no podía pagar la cena, y contaba historias de una Roma hambrienta que el resto de los artistas privilegiados nunca había llegado a oler ni pisar.

Pasolini se volvió un excéntrico contrabandista de esa periferia. Hacía circular los relatos de sus habitantes y dominaba su lenguaje impuro, cuyas expresiones no aparecían en ningún diccionario pero sí en los poemas y novelas que él escribió durante los años ‘50. Cuando empezó a filmar películas, las orillas también se convirtieron en el centro vibrante de sus historias. En Mamma Roma, por ejemplo, los personajes (putas, niños y proxenetas) vagan en círculos por un paisaje indeterminado: desde los edificios vecinales a un descampado indomesticable, todo se asemeja a una obra que ha sido abandonada. Y cada vez que Mamma Roma y su hijo bailan dulcemente o se pelean en el living de la casa, Pasolini introduce la vista de la ventana: el horizonte distante de la Roma burguesa, adonde la madre sueña con escapar. Es una imagen-anhelo que se repite y va perdiendo aliento, como el anuncio de un Mesías que no termina de llegar.

3.

Cuando era un joven melancólico, a los diecinueve años, escribía cartas a sus amigos desde los días secos en el pueblo de Casarsa. Intentaba describirles su humor aplastado con poemas incendiarios, como este: “Las obligaré a salir, estúpidas bestias gordas, quemándoles las casas / Quemaré las iglesias, los teatros, / las habitaciones. Ustedes huirán, al principio, gimiendo / Enfurecidas me perseguirán luego / olfateando las huellas (...)”. Y al final se despedía desahogado: “Abajo las oficinas, abajo la burocracia, abajo la reacción, abajo los puritanos, abajo Carmine Gallone”.

En la década del ‘60, cuando una nueva generación elevaba a niveles quiméricos el imaginario de la juventud politizada, Pasolini cumplía cuarenta años y le corría la mejilla a todos los movimientos de promesas revolucionarias. Tenía una contra-respuesta para cada uno de ellos. ¿La Unión Soviética? Otro exponente del consumismo febril. ¿El hippismo estadounidense? Una secta de adictos a las flores y a la impotencia. ¿Los estudiantes europeos? Niños atados a la sexualidad moralista de papá y mamá. Inclusive después de la batalla del Valle Giulia, donde un grupo de militantes universitarios fueron reprimidos por la policía, Pasolini salió a posicionarse de manera inesperada: dijo que simpatizaba con los canas, porque ellos eran hijos de los pobres.

La fascinación por ese pueblo negado se seguía filtrando en el tejido de su cine. Pero no solo como el contenido disecado de las historias, sino como una estética viva que abría las compuertas de la narración. Hasta cuando los films poseen protagonistas individuales, la composición de las imágenes desplaza su centralidad absoluta para incorporar el registro de las personas en los alrededores. No hay protagonista que se defina sin su entorno, y por eso los extras dejan de ser decorado para adueñarse del plano. Como en El Evangelio según San Mateo, donde el rostro de Cristo es enlazado al rostro de sus seguidores. Los pescadores sin nombre, los niños de estómagos vacíos, los hombres de piel descascarada. A todos se les asigna un tiempo (de la imagen), que es a la vez poesía y documento.

4.

Hubo un antes y un después. Antes: cuando hervía de culpa por el deseo homosexual. Después: cuando la denuncia de 1949 no lo torció para seguir de rodillas, sino que lo despabiló de un golpe para pegar el salto. “Me siento más ligero”, le escribió a una amiga, “y mi libido es una cruz, ya no un peso que me arrastra hasta lo más profundo”.

La experimentación desencadenada de la sexualidad se convirtió en la brújula caliente, como una antorcha, que guió su obra de los años ‘70. Allí descendió al subsuelo más bajo de los relatos de la cultura: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches. Cada una se volvió una fuente creativa distinta para sus próximas películas. Pasolini usó el cine como una máquina del tiempo que le permitía huir del capitalismo consumista. En el pasado remoto encontraba, ya no una descripción sociológica, sino una ensoñación que liberaba a los cuerpos del adoctrinamiento.

Las mil y una noches, por ejemplo, se valía del technicolor radiante para crear una fantasía tan hipnótica como ingenua. Las mujeres, los jóvenes y las esclavas de África están acechados por la sombra de la muerte, pero mientras escapan a ella se entregan a los brazos del goce. Toda la película se desenvuelve como un juego de mamushkas: cada relato de porcelana se hace añicos y descubre un nuevo horizonte para el sexo. Una épica que no conoce las fronteras de la vergüenza.

5.

Es el comienzo de febrero. Faltan algunos días para la primavera de 1950. Como si se tratara de un pensamiento que relampaguea, Pasolini le escribe sobre el futuro a una vieja amiga. Le dice que su vida no será la de un respetable profesor en la universidad. Le guste o no: lleva la marca de Wilde y Rimbaud. Ser poeta maldito es su destino. Y no puede hacer nada para detenerlo.   

 

 

La Nueva Mañana - Edición Impresa 273

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