La rodilla de Ahed: cine o rivotril

El nuevo film del israelí Nadav Lapid, explora la ansiedad de un artista ante la salud de su madre y la realidad de un país hundido en la violencia. Se ve en MUBI.

Ed Impresa 01/07/2022 Iván Zgaib
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El film del israelí Nadav Lapid es llamativo porque parece ensayar otro sendero: se trata de una apropiación formal de la ansiedad y de la atención volátil.

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Especial para La Nueva Mañana

Hace ya un tiempo que no puedo pensar en una sola cosa a la vez. Leo libros pensando en películas, miro películas pensando en escribir. Voy a los cumpleaños y le sonrío a la gente mientras mi cerebro repasa nimiedades como no olvidarme de sacar la basura o imaginar la próxima catástrofe que acabe con todas nuestras fiestas. Me inflamo de culpa por esta incontinencia cerebral, pero pronto descubro que mis amigos padecen el mismo hábito: todos hemos sincronizado el ritmo de nuestras cabezas a la simultaneidad de Google. Abrimos ventanas, multiplicamos datos y somos seducidos por imágenes cuya promesa se esfuma como el amorío de una noche. Estamos en todas partes y a la vez en ningún lado.

La ansiedad también alcanzó al cine de la forma más distópica y esperable posible: cuando miramos Netflix, Netflix mira más profundo adentro de nosotros. Sabe cuándo nos dormimos, cuando pausamos o abandonamos los visionados para asistir a las funciones de Instagram o TikTok. Su tercer ojo ha diseñado una ingeniería donde cualquier imagen (cine, series, publicidades: las fronteras ya no importan) debe cumplir el mandato de colonizar nuestra lábil atención. Las películas ahora son el resultado de un gran estudio sociológico cuya escala hubiera hecho sonrojar en igual medida a Goebbels y Marx. ¿Qué es, si no, un film hiperactivo como Todo en todas partes al mismo tiempo? Una artillería de estímulos inagotables que hacen de la imagen un caso severo de ADD.

El film más reciente del israelí Nadav Lapid, La rodilla de Ahed, es llamativo porque parece ensayar otro sendero: se trata de una apropiación formal de la ansiedad y de la atención volátil, pero que lejos de ser condescendiente con la percepción empastillada de nuestro tiempo, la desafía constantemente. El protagonista es un director (como Lapid), alérgico a los dotes totalitarios del gobierno de Israel (como Lapid) y amarrado al cordón umbilical que lo une a su madre moribunda, con quien siempre realizó sus películas (¡como Lapid!). Acá no importa tanto el carácter autobiográfico del film, pero sí la manera en que esa huella subjetiva hace pulso en las imágenes, por encima de los detalles anecdóticos. 

Toda la narración consiste en una crónica que sigue a Y, el director-protagonista, mientras viaja a presentar su última película en un pueblo perdido en el desierto. Transcurre durante el correr de ese largo día, aunque Lapid no intenta recrear la sensación del tiempo real (una contraofensiva común para cierto cine que buscó resistir a los embates de los tanques hollywoodenses del nuevo siglo). De hecho, si hay un rasgo que define a La rodilla de Ahed es que sus escenas nunca se desenvuelven de manera focalizada. El protagonista conversa con una funcionaria del Ministerio de Cultura, pero su cabeza se fuga hacia el desierto; sale a caminar por el desierto, pero se imagina caminando por las calles abarrotadas de la ciudad; escucha música en el auto con el chofer, pero piensa en el mismo hombre llegando a su casa y estallando en un baile lisérgico. 

La historia minimalista del film está recargada por cada uno de los procedimientos que utiliza Lapid para implosionar su sistema perceptivo: cada decisión de la puesta en escena corresponde a la efervescencia emocional de su protagonista, que no puede dejar de pensar en la muerte de su madre. Tomemos, por ejemplo, el momento en que conoce a la funcionaria de Cultura, mientras ella le muestra el departamento donde va a pasar la noche. Allí hay dos registros en disputa. Uno de ellos suelta el ancla en la situación dramática del aquí-y-ahora: se vale de planos subjetivos que nos ubican en la corta distancia que separa a los personajes, llenando la imagen de una tensión sexual sin descarga (la cámara parece, por momentos, subida encima de los rostros, al punto que casi podemos sentir la nariz de la chica rozando nuestras pestañas).  Y el otro registro interrumpe esa inmediatez con una actitud esquiva: la cámara tiembla y salta hacia afuera del departamento. En vez de hacernos sentir allí, nos hace escapar del presente por la ventana. 

Por eso, la edificación caótica de los planos no ofrece un colchón de sobreestimulación en el cual podamos recostarnos confortablemente, sino que nos descoloca. En vez de construir una serie de episodios dramáticos que nos tomen de la mano para guiarnos a lo largo de la película, hay una sensación (per)turbada que se imprime sobre fuego en las imágenes. Ansiedad, sí: pero no del tipo que alimenta nuestra propia emocionalidad compulsiva. 

Quizás, el hallazgo más ocurrente en toda la película tenga que ver con su insistencia por mostrar que esas emociones no sólo tienen una raíz personal (el pavor ante una madre que está a dos suspiros de la muerte). Son también políticas: el protagonista está cansado de un país inmerso en un estado de constante ebullición. Militarizado, obsecuente con la violencia descarnada e intolerante con cualquier atisbo de diferencia (en especial, si se trata del tipo de arte que Y promulga).

El manejo que Lapid logra en aquel punto no es siempre regular. Dedica la segunda mitad del film a relatar un hecho del pasado que resulta impostado y por momentos incongruente con Y. Pero en sus momentos más lúcidos pone toda la orquestación al servicio de una emocionalidad rabiosa. Hay una intensidad invocada a través de los cuerpos, las composiciones de los planos y las explosiones musicales; todos dispuestos para escenificar el hastío de un hombre que se siente expulsado de su propia tierra. Allí, de nuevo, la pertinencia de una estética que no puede hacer pie en un solo lugar. 

Me acerco al punto final con mi propia dosis de ansiedad: no logré escribir estas palabras sin soltar el teléfono, que me estimula con un sadismo particular. Avisa que el dólar entra en erupción junto a los precios del pan. Que un candidato presidencial viene a proponernos un sueño (¡libre comercio de niños! ¿quién pide más?). Y que Putin ya imagina cortarle la luz a alguna ciudad para inaugurar la Tercera Guerra Mundial.
La ansiedad: certeza final de nuestros tiempos. ¿Podrá alguna imagen rescatarnos de ella?

 

 

LNM - Edición Impresa 264

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