¡Sí, nos ama! 20 años en los brazos del Cineclub Municipal

El Cineclub Municipal cumple 20 años: un espacio singular, casi un oasis en la ciudad, que sigue creyendo que el cine aún es una brasa viva, capaz de convertirnos en una mejor comunidad.

Ed Impresa 05/04/2021 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

Mis amigos no paran de decir que soy un Grinch cuando se trata de Córdoba, ¡pero es que no puedo evitarlo! Hace ya un par de años que me da tanta alergia la ciudad. Odio esos spots babilónicos de la Provincia, que muestran los espacios verdes creados estos años, aunque en realidad están grises, deshidratados, marchitos. Me avergüenza ligeramente el discurso de supremacía local (en serio, no se sorprendan cuando algún nabo pida convertirnos en República separatista). Y también me dan acidez los autores autóctonos de bestsellers fascistas, los nenes de Nueva Córdoba que practican como deporte el linchamiento, la tormenta de Palermo Soho que se llevó Güemes. Y por si fuera poco, los policías: más milicos que árboles en las calles.

Soy un Grinch de Córdoba y quizás me digan que qué hartante, que por qué sigo chupando energía acá, que me vaya (“¡volvé al sur! desagradecido, después de todo lo que te dimos”, me jode una amiga). Y seguro tienen razón. Tengo que admitir que todavía hay cosas que me conmueven. Como el Shawarma baboso del Dirán, o los amigos que me enseñaron a trepar los techos de Ciudad Universitaria para ver el cielo, o el Cineclub Municipal

Recuerdo la primera vez que lo vi. Fue desde la ventanilla de un auto andando, apenas llegué con 17 años a la ciudad: ese edificio colosal, majestuoso, el tipo de arquitectura que fue pensada para quitar el aliento, ponernos en un trance hipnótico y arrodillarnos para rendirle culto. Nunca recé un padre nuestro al pasar por una iglesia, pero no me avergonzaría inventar una oración destinada al Cineclub. Y si lo piensan bien, hay algo de ritual inscripto en toda su arquitectura. Al entrar, el Hombre-Máquina de Metrópolis está mirándonos encima de la puerta, chispeando con su  resplandor metálico y dorado. Un mesías crucificado. Y justo antes de ingresar a la sala, se ven gigantografías de las estrellas del cine. Como los altares paganos en la ruta, una ofrenda a los santos que nos protegen: Marilyn Monroe, Marcello Mastroianni, Charles Chaplin.

Cuando empecé a ir regularmente con mi amiga Milena estábamos algo confundidos. Todos nuestros amigos se sentían un poco así: intentando descubrir qué queríamos hacer, con quién queríamos coger, cuándo se frenarían los ataques de pánico. No teníamos mucha seguridad de nada, salvo que queríamos prender fuego los apuntes de la universidad (y eso nos hacía ver un poco ridículos, como unos adolescentes tardíos). Pero en ese estado encontramos refugio en el Cineclub.

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Ahí descubrimos lo que todavía no podíamos entender en nuestras propias vidas, como la fuerza intempestiva del cuerpo en los films de Claire Denis. O la estela fulgurosa de la Historia sobre las vidas pequeñas de las personas, tal cual nos enseñó Jia Zhangke. O los giros imprevisibles del deseo en las comedias de Hong Sang-soo (con sus propios héroes desorientados: cuanto más adultos, más pelotudos).

Íbamos a las funciones de trasnoche, incluso cuando sabíamos que no resistiríamos la película entera. Sabíamos que íbamos a terminar dormidos sobre las butacas, babeando y entre abriendo los ojos cada tanto, al punto que nuestros sueños y las películas se confundían. Y yo todavía pienso que esa es una de las formas más genuinas de experimentar el cine.

Nosotros acampábamos en el Cineclub. Pero con el tiempo nos dimos cuenta que no estábamos solos. Reconocíamos a los otros, los espectadores anónimos que iban igual (o mucho más) que nosotros. En algún momento creí que ellos estaban ahí haciendo tiempo, como en un purgatorio; adentrándose a una función entre una obligación y otra. Pero ahora me gusta pensar que era al revés: que las obligaciones eran el entretiempo y sus vidas estaban ahí. En la oscuridad de la sala, en el encuentro con otras criaturas desconocidas y misteriosas. No estaban haciendo dedo para llegar a otra parte, porque no había ningún lugar a donde ir. 

Por aquellos años, el Cineclub ya demostraba un talento prodigioso para convertir las proyecciones en verdaderos eventos. Únicos e irrepetibles, como la visita de los directores que llegaban de distintos lados a presentar sus películas. En una de las funciones más desopilantes de las que tenga recuerdo, una señora despeinada le insistía a Santiago Mitre que ella había visto su película hacía tres años y que él no era el verdadero director, sino un farsante. Algunas filas más atrás, un peronista gritaba con espuma en la boca contra el gorilismo de Mitre y el profesor que nos enseñó sobre marxismo en la universidad le respondía desde la otra punta. 

No creo que sean sólo anécdotas pintorescas. El Cineclub es una prueba tangible de que el cine no está sólo en las películas, sino en lo que estas posibilitan: las vibraciones en el cuerpo, las ideas impensadas, los encuentros con otros que nunca hubiéramos conocido. La fuerza rabiosa que drenaron poco a poco las multisalas y que nunca tuvieron las plataformas de streaming. 

El Cineclub es una forma de esperanza activa. Quizás pasada de moda, quizás de un romanticismo inocente, pero concreto y real. La convicción de que el cine todavía puede invocar una comunidad. Que puede congregarnos incluso en los momentos donde parecemos despedazados y destinados a comernos unos a otros.  El Cineclub (y con esto quiero decir: sus trabajadores de carne, hollín y sudor) ven a las películas como una brasa viva, siempre en potencia. Y ellos están dispuestos a rasparla y soplarla hasta mostrarnos el fuego.

Pasé por esas puertas de distintas maneras: fui espectador, alumno de sus talleres, docente de algunos cursos, distribuidor de films en cartelera, crítico de películas que se proyectaron en su pantalla como bichos de luz . No soy exagerado si digo que algunas cosas en mi vida serían diferentes sin ese lugar.

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Poco importa mi historia aislada. Si lo menciono, es porque resguarda una experiencia compartida para cualquier persona involucrada en el cine de Córdoba. El Cineclub convirtió su pantalla en un territorio de trinchera para los cineastas locales. Abrió lugar en su cartelera para que los  programadores jóvenes pudieran trazar sus propios mapas. Develó caminos de la historia del cine que son ajenos a los ojos de catarata de la universidad. 

Es el 2021 y el Cineclub Municipal cumple veinte años. El mundo se volvió una película de catástrofes. La vida es un poco más incierta y yo por momentos me siento un quinceañero roto a pesar de tener treintaiún años. Pienso en el Cineclub y en ese slogan que popularizó todo este tiempo en las tapas de sus revistas: “¡Dime que me amas, Cineclub!”. Suena casi a una súplica. Un pedido piadoso de cariño en medio de una ciudad gris. Y lo cierto es que nos respondió. El Cineclub nos quiso, todo este tiempo

Está bien, tienen razón. Hay veces que me quejo de más. Me invade una corriente de pesimismo irrespirable. Pero cuando veo a los trabajadores del Cineclub algo se calma. Veo la dedicación, los rostros nobles, los gestos de bondad que parecen haberse escurrido de una realidad paralela. Bienvenidos, cuánta suerte de tenerlos. Me recuerdan que todavía hay tantas cosas por hacer. Que el cine nos llama. Que quizás yo no estoy tan perdido. Que seguimos escribiendo la historia de esta ciudad. 

 

  

 

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