La vida simple: La virgen de las estampitas

“La vida simple” es una serie de crónicas que intentan capturar la experiencia sensible de lo cotidiano. A partir de encuentros con otras personas, cada crónica busca plegar la experiencia de la realidad.

Ed Impresa 23/11/2019 Ignacio Tamagno
MADRE
"Madre" ilustración de Agostina Barborini

chapa_ed_impresa_01


Especial para La Nueva Mañana

Nos sentamos en un bar de la cárcel de mujeres, que ya no es cárcel sino mitad parque, mitad shopping. Ahora se hacen recitales de jazz, se proyectan películas, en la capilla, a veces, se hacen obras de teatro. Todas las tardes, sin falta, mezclan luces de colores con aguas que se mueven al compás de los temas que se escuchaban hace diez años. Cuando baja el sol, las aguas, como los fantasmas de Morel, bailan para nadie. Desde el techo, las presas miran el brillo de las monedas que, sin pedir nada, casi por vicio, como si les sobrara, los estudiantes tiran al agua.

Algunas pocas fotos, acá y allá, muestran lo que supo ser el lugar: un corazoncito, dibujado a uña, inmortaliza el amor de dos presas sobre el revoque de una pared negra; un rayito de luz se abre paso por entre los hierros de una ventana; de fondo se ve la cruz de la iglesia de los capuchinos.

Pero donde antes había paredes rasguñadas, ahora hay locales de cosas al mejor estilo Argentina for export. Mates de plata, sacos de cuero, cuchillos de alpaca, boleadoras de bronce. Todo a la vista de todos. Y muy caro. Muy inaccesible todo. 

Abajo de una sombrilla blanca, María me mira. Después mira la avenida Yrigoyen, esa gran lengua de cemento hirviente que cruza la ciudad.

 En silencio, miramos a la gente, que camina rápido, que se choca con los hombros, que se mira de reojo, los ojos llenos de cansancio, las bocas fruncidas o abiertas como las de los pescados. Escuchamos, aunque no quisiéramos, el ruido de los autos. También chupamos su vómito, su veneno, que nos envuelve.

«El mundo está lleno de pelotudos», sentencia María al rato, con esa diafanidad tan suya, tan propia de la virgen de las estampitas, de las adolescentes, de las mujeres que nunca dejaron de sentir el apuro de un beso.

También su sonrisa tiene eso, esa diafanidad, esa frescura, esa nota tan de primavera, tan de mañana calurosa. Por algo no soporta el calor: se hierve en su alegría, su invencible amor por la vida que, a los cuarenta y tantos años, la hizo empezar a fumar.

En su frente hay un montón de secretos. O pecas, algunos los confunden. También mi nariz tiene de esas cosas. De chico ella me mordía la nariz y me decía que me habían cagado las moscas. «Te cagaron las moscas una tarde de verano que te olvidé abajo de un sauce», me decía. También me decía que era el único negro con pecas, sin contar al actor este, el negro feo yanqui que hace poco hizo de Mandela. ¿Cómo es? Morgan Freeman, ahí está.

El sol de septiembre nos limpia las bocas, nos abrillanta las pestañas. Sus manos se enredan alrededor del cuello de una copa, se rascan impacientes las cutículas, el esmalte invisible. Tiene manos de campesina, las mismas de su madre y de sus dos abuelas, esas mujeres arrugadas que un día se vinieron del norte de Italia con el fardo de dos guerras. La tintura le transmuta en un rubio pajizo las pocas canas incipientes de ese pelo que se le enreda sobre los ojos. Eso y un crucifijo de plata: sus únicos lujos.

Al rato nos traen la comida. Después de probar el vino, María mira a su alrededor, y me confiesa entre suspiros: «admiro a la persona que supo ver un shopping en las ruinas de una cárcel». Discutimos un poco sobre los costos políticos de tal visión. Pero después de tragar un bocado, María mira a su alrededor y vuelve a suspirar: «admiro a la persona que de una pechuga de pollo supo sacar un plato tan rico». Después manda a llamar al chef. Lo felicita. El chef le responde que no es chef sino apenas cocinero, frunce el ceño y se va.

María, que tuvo la capacidad para sacar de unos pocos besos una media docena de hijos, dice, a cada rato, y entre suspiros, que admira la creatividad. Sus ojos, brillantes como las hojas de los árboles por la mañana, miran impacientes el mundo. Ese mundo que un día de mayo, después de guardarme nueve meses en la panza, me regaló sin pedirme nada a cambio. 

Nacho Tamagno nació en Villa María en 1989. Actualmente reside en la ciudad de Córdoba. Es actor y, de forma más secreta, escritor de cuentos y crónicas.

Agostina Barborini nació en la ciudad de Córdoba en 1989, donde produce actualmente. 
Artista visual, actriz y escenógrafa. Instagram @agos.barborini

Edición Impresa

Seguí el desarrollo de esta noticia y otras más 
en la edición impresa de La Nueva Mañana
 
Todos los viernes en tu kiosco ]


Últimas noticias
Lo más visto