La “Lora” Oliva, porque la cancha es un teatro

Una jugada que provocó aplausos de propios y extraños. Un jugador que obsequió su calidad para todos los gustos. El tiempo pasa, pero el recuerdo del crack y su juego sigue presente.

Ed Impresa 15/03/2019 Eduardo Eschoyez
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Ilustración: Daniel "Pito" Campos

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Especial para La Nueva Mañana

Hacía un friazón bárbaro, pero la cancha de Colón tenía el microclima de los grandes partidos. En la tribuna, incluso, había algunos tipos en cuero... Mentía el termómetro del mes de julio; en realidad, el cemento hervía y proponía una sensación térmica asfixiante. La gente, como antes, como siempre, empujaba al equipo santafesino para que fuera al frente y terminara de derribar a ese Instituto prolijo, que trataba de encontrar la pelota, pero que sólo veía camisetas rojas y negras que se le venían encima y lo arrinconaban, aunque se aferraba a los números para soñar con las semifinales del Nacional B 93-94. El 2-0 logrado en Córdoba, era un plazo fijo que le permitía a La Gloria resistir. En Santa Fe, empataban 1-1 (gol épico del Rulo González) pero los nubarrones anunciaban lo peor, porque Colón metía una presión tremenda para acercarse en el marcador global y hacer valer la ventaja deportiva. O sea, si lo embocaba de nuevo, ¿quién saldría vivo de ahí? Nadie veía el partido en su asiento. La pelota era como una bala, que merodeaba la red albirroja y le mostraba una sonrisa sádica reflejando los peores pensamientos.

En una de las cinco mil quinientas veces que Instituto rechazó en el área, apareció Nicolás Oliva. Despeinado, medio fiaca, lleno de ideas revolucionarias. La pelota le llegó pidiendo un mimo y ¿quién era él para negárselo? No había resto físico de los demás para acompañarlo entre tanto bombardeo, más allá de alguna tímida corrida interior… El partido le dijo “macho, hacete cargo”. Y eso hizo. Desde un costado de la defensa de Instituto, el señor Oliva acomodó el metro ochenta y pico, levantó la cabeza y arrancó; sin apuro, con determinación. Fue tomando confianza y velocidad, a medida que ganaba algunos metros e iba dejando atrás algunos muñecos. A la mitad de la cancha, llegó en plena aceleración, su mejor versión, en potencia, habilidad y destreza. ¿Vieron jugar a Zinedine Zidane? Bueno, eso…

Un enganche para acá y otro para allá; al Indio Vázquez tardaron como tres meses en desenredarlo. Cuando Nicolás Oliva metió la quinta y había dejado a medio Colón desparramado, el rugido de la gente se convirtió en un murmullo de ruego; luego, silencio. La calma antes de la tormenta…. El último instante, el escollo final, era el arquero Jorge Vivaldo. Todo Santa Fe, hasta el intendente, corría a ese cordobés insolente que sólo dejaba ver ese número 10 empapado en el esfuerzo, tibio de sabiduría, con el peor combo posible: tiempo, espacio y talento para decidir. Si Vivaldo quiso hacer “la de Dios”, la Lora hizo la del diablo, porque lo dejó estaqueado. Un movimiento de cintura fue suficiente para desactivar al arquero y abrir la última puerta hacia la felicidad. Luego, tiró el peso del cuerpo un cachito hacia la izquierda para equilibrar el toque lento e impiadoso, y así establecer el 2-1.

A ver si se entiende: mucha gente, muchos hinchas de Colón, muchísimos, fueron capaces de postergar el desencanto por la eliminación del equipo y entregaron un gesto histórico, maravilloso, que sólo la hidalguía puede ofrecer. El aplauso sabalero bañó a Oliva, lo acarició con el respeto y el agradecimiento que su obra merecía. El mismo escenario que se jactaba de amilanar a los adversarios con los gritos, se había convertido en un teatro que aplaudía al artista por su clase, por su finura, por la obra de arte construida. Por su buen gusto y calidad.

Ajeno a todo

Así era él. Tal vez, nunca se dio cuenta del talento que tenía. De la facilidad con la que hacía algunas cosas que a otros, podría costarles un implante de cadera. No sólo desde lo plástico o estético, sino desde lo conceptual. La respuesta más simple era la más bella. Y si era necesario una pincelada de color, el tipo los tenía a todos rehenes de sus Puma 43.
Hizo otros goles hermosos. Tal vez, el más recordado fue el que le clavó a Almirante Brown en Alta Córdoba, en mayo del 94: Instituto perdía 2-0, se puso 2-2 y Oliva hizo lo imposible, durmiéndose en el aire para rematar de tijera y clavar el 3-2.

Sin embargo, la historia de esta historia es otra. Se trata de poner su fútbol en el pedestal que la memoria resbaladiza de estos tiempos diluye. Cuando Jorge Ginarte llegó a Instituto, en marzo de 1994 para el resurgimiento del equipo que luego caería con Talleres en la final por el ascenso, ya había dirigido una veintena de equipos. “¿Qué hace esa bestia jugando en la B?”, preguntó con la cara de “dos de oro”. O como dijo Osvaldo Ardiles, quien lo llevó a Japón unos años después: “Es un jugador de selección”.

Siempre hablaron de él. Hasta Marcelo Bielsa, entrenador de la selección, lo tuvo en agenda y anduvo preguntando. Su vida futbolística fue un terreno fértil para la opinión. Se habló de su gambeta, de su pegada, de la facilidad con la que frenaba y arrancaba. También que hacía lo que quería con la pelota. Otros, más tentados por los temas privados, se metieron en su vida, en su disciplina, en los lujos y las travesuras que el dinero acercó… y algunas migas encontraron para atacarlo.

Un día, el señor Nicolás Oliva se cansó de los mensajes que le mandaba su cuerpo y comprendió que había llegado el final. Nunca se bancó que hablaran tanto de él; su timidez le impidió enfrentar a los bocones que le decían cosas por ahí y siempre prefirió el perfil bajo. Así que, en cierta medida, mandar el bolso allá al fondo, como para verlo poco y nada por un tiempo, significó un alivio.
Eso sí: lo que nunca podrá mandar al descanso, es la imagen que lo acompañará para siempre. En Santa Fe, la música del aplauso le riega el alma a los hinchas del fútbol, que le van a agradecer toda la vida semejante muestra de capacidad y creatividad. Aunque él, ni lo sepa. O no le importe.

 

 

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