Otro más muerde el polvo: ser gay en celuloide
Bohemian Rhapsody usa la música de Queen para mitificar la figura de Freddie Mercury y construir una visión moralista sobre la sexualidad. La biopic reabre el debate sobre cómo la homosexualidad es retratada en el cine contemporáneo.
Es diciembre y la música de Queen vuelve a sonar como si fuera un jingle navideño. Cualquiera que esté leyendo este diario probablemente haya visto Bohemian Rhapsody o, como mínimo, fue acorralado por su artillería publicitaria, un asalto en tiempos de fiestas. “El musical biográfico más taquillero de la historia del cine”, repiten en loop las frases celebratorias. Pero las respuestas condescendientes frente a la biopic de Freddie Mercury requieren un límite, no sólo por su narración caricaturesca y reduccionista (la crítica Kristen Yoon Soo Kim lo definió, con una elocuencia admirable, como “la página de Wikipedia de Queen convertida en biopic”).
Y lo que también hace Bohemian Rhapsody es amarrarse a la figura de Mercury para traicionarla: su complejidad es aprisionada en un paquete asfixiante y ridículo que debería interpelarnos para reflexionar sobre el modo en que la homosexualidad masculina es retratada en el cine.
Hay una escena particular que condensa la mirada tramposa del film. Freddie está hablando con su esposa desde un teléfono público cuando se cruza un tipo grandote que le hace señas para que lo siga al baño: un plano de Freddie quieto y dudoso, un plano de su esposa angelical del otro lado del teléfono, un plano del tipo sexy caminando con sus jeans apretados.
Este uso del montaje paralelo no es simplemente una operación narrativa, sino también una decisión estética que expresa la filosofía del film bajo una forma escindida: Mercury está enfrentando dos caminos posibles (será uno u otro, porque en el imaginario berreta de Bohemian Rhapsody no existen zonas grises). De un lado, el universo heterosexual representado por su esposa dulce, sus amigos generosos y sus sanas costumbres. Por otra parte, el mundo gay construido como una caminata tentadora y culposa que desemboca en urinales sucios, fiestas viciosas, homosexuales manipuladores y muertes sin escapatoria.
¿Cuál es la trampa del film entonces? Que en el intento por mitificar la música de Queen va disimulando su propia visión moralizante: divide los mundos de la sexualidad, clasifica a los personajes en etiquetas puras y redistribuye dones y castigos según crea conveniente. La conclusión implícita a la que va a arribar estará provista de sentido ideológico: Freddie Mercury no se contagió de HIV porque el virus fuera desconocido o por un accidente que podría haberle ocurrido a cualquiera de los personajes (heterosexuales o no), sino porque tuvo sexo con otros hombres. Su destino se había sellado desde la escena patética en que su esposa lo confronta y le dice (lo encasilla, lo rotula, lo define): “vos sos gay; la vas a pasar muy mal”. Y así Freddie eligió la muerte.
Uno creería que los avances en la ampliación de derechos vinculados a la diversidad sexual pondrían un freno a estas miradas naturalizadas, pero el cine a veces se mueve más lento que la realidad. Las operaciones maniqueístas que exhibe Bohemian Rhapsody ni siquiera cuentan con la salvedad de ser novedosas, porque pertenecen a una tendencia agotadora que el cine ha sostenido por décadas (incluso cuando sus directores se reconocen como gays). Allí, la homosexualidad sólo puede ser elaborada como conflicto central de los personajes y su destino estará siempre asociado a la tragedia (Secreto en la montaña, su estandarte más victorioso). Gays que se matan entre ellos, gays que se matan a sí mismos o que mueren a manos de la homofobia. Es la muerte repentina como condena asegurada.
Prendé fuego el closet, Rowling
Sacar a los personajes del closet es una odisea que parte del cine mainstream ha emprendido a los tropiezos. Uno de los intentos más tibios y vergonzosos del 2018 fue acuñado por J.K Rowling, la escritora de Harry Potter que causó revuelo hace años, después de anunciar que el personaje de Dumbledore era gay. En la última entrega del film Animales fantásticos, el héroe queer de la autora insinúa tímidamente su orientación sexual cuando le preguntan por su relación con otro mago. “Éramos mucho más que hermanos”, dice él, mientras observamos unas imágenes donde los dos se miran sin tocarse; no vaya a ser que los padres se rebelen contra el imperio de Harry Potter (¿alguien dijo “ideología de género?”)
Pero hasta las películas con las mejores intenciones fracasan en el intento. Love, Simon, celebrado como el primer film industrial en tener un protagonista adolescente gay, está tan preocupado por presentar a su personaje como alguien “normal” que confunde el cine con un spot educativo dudoso. La mirada ingenua de la película llega al punto de suprimir las diferencias en pos de un discurso ilusorio según el cual “todos somos iguales”. En uno de sus esfuerzos más cuestionables, una voz en off intenta convencernos de que un pibe viviendo en una casa gigante, que recibe un auto 0 km de regalo y viaja a París con su familia es “normal” como cualquiera de los espectadores. Se trata de la inversión al modelo de la “tragedia gay”, pero lo único que construye es una fantasía donde la política de género desconoce su conciencia de clase.
Otro cine, otro deseo
Me aventuro y digo que la estructura narrativa convencional de Bohemian Rhapsody y Love, Simon (esa que se mueve calculadoramente en términos de causa-consecuencia y tipificación) facilita el encorsetamiento de la sexualidad (Mercury, por ejemplo, ni siquiera se reconocía exclusivamente como gay). Pero aquella obsesión extraña por definir el deseo del otro aparece como un mal que no se restringe al cine, sino que se extiende a algunos críticos.
Hace pocos meses se publicó la crítica de Instrucciones para flotar un muerto que escribió Gabriel Ábalos en el diario Alfil, donde definía al protagonista de la siguiente manera: “Pablo es gay y él y Jesi son viejos amigos”. Lo que resulta particularmente curioso es que el periodista (al igual que la mayoría de los críticos que escribieron sobre el film) perdió de vista que la película evita definir al personaje según su orientación sexual. El posicionamiento político del film parte, justamente, de la sutileza narrativa con la cual discute a todas las películas donde los personajes son reducidos a su homosexualidad (siempre conflictiva). En Instrucciones para flotar un muerto, ese deseo sexual es sólo uno de los aspectos que constituyen a Pablo, pero nunca su problema.
Julia y el zorro, otra película cordobesa reciente, también expresa una sensibilidad tan inusitada que pasó desapercibida en los medios que escribieron sobre ella. Un repaso por estas notas demostrará que la mayoría se centró en la visión que propone el film sobre la maternidad. Lo que pasaron de largo aquellos críticos fue que Julia y el zorro hace mucho más: al mismo tiempo que le permite a la protagonista femenina renunciar al “deber-ser” madre, le otorga la posibilidad a una pareja gay de formar una familia. La película discute dos mandatos del sentido común dominante: que las mujeres están destinadas a tener hijos y que las familias sólo son heteroparentales. Y lo hace sin la voz en off aleccionadora de Love, Simon ni los diálogos obvios de Bohemian Rhapsody: sólo lo pone frente a la cámara, a la vista de los espectadores. Cuando estas grietas se abren, el imaginario ficcional del cine se constituye como un espacio más igualitario. En lo que respecta a la crítica, habrá que permanecer en estado de alerta. Esa será la única manera de estar a la altura de las circunstancias.
* Julia y el zorro se ve en el Cineclub Municipal. Instrucciones para flotar un muerto está disponible en la plataforma de streaming Cine Ar Play.
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