Los peligros de jugar con una cámara

Los Fabelman, la última película de Steven Spielberg, es una autobiografía mítica y una meditación sobre la capacidad del cine para afectar a las personas.

Ed Impresa 03/02/2023 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

Igual que Wolverine o Spider-Man, Steven Spielberg tiene su propia historia de origen. Los Fabelman es una autobiografía legendaria en la cual el director se aborda a sí mismo como si fuera un superhéroe cuyo poder es transformar al mundo con una cámara. El camino en ciernes: ¿de qué manera un judío afelpado que era golpeado por los pibes proteicos de su escuela se convirtió él mismo en Hollywood y convirtió a todo Hollywood a su imagen y semejanza, volviéndolo sinónimo de sus espectáculos llenos de sudor, sangre y almíbar?

Así, Spielberg retrata la educación sentimental de Sam (su alter-ego), mientras el trabajo del padre lleva a que él y su familia se muden de una punta del país a otra. Toda la película está tejida con retazos de esa vida familiar movediza, y contiene tanta cotidianeidad como la grandilocuencia crónica de Spielberg puede tolerar. Incluye a un tío que recuerda la época en que trabajaba metiendo su cabeza en la boca de un león, y una madre que arrastra a todos sus hijos hacia un torbellino, sólo para que puedan verlo de cerca. También guarda un lugar especial para Michelle Williams, cuya actuación se asemeja a la de un tren probando su máxima velocidad, siempre al borde de descarrilarse y caer por la cornisa. 

Los Fabelman es, en ese sentido, una película clásica de Spielberg: juega compulsivamente a subir el volumen emocional, sin preocuparse por el aturdimiento, y protege con uñas y dientes una fantasía esperanzadora que lo emparenta más a Frank Capra que a su héroe John Ford. Pero la película funciona también como una meditación sobre esa relación de Spielberg con las imágenes en movimiento. Es la crónica de este vínculo íntimo (cuya marca de fuego es tan permanente como el recuerdo de un padre o una madre). Y es una crónica que consagra y a la vez problematiza la concepción spielbergiana del cine: que las películas incuban un poder compensatorio, capaz de neutralizar todas las penas de nuestras vidas. 

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Los Fabelman está organizada para poner en jaque esa visión: si las películas son apenas una distracción proyectada sobre una tela, ¿por qué pueden afectarnos hasta hacernos temblar las piernas o quitarnos el sueño?

Parte de esa mirada se forja al calor de las escenas familiares. El padre, un ingeniero obsesionado con las computadoras, no puede entender por qué su hijo adolescente sigue empecinado en filmar películas caseras. Le dice que es una pérdida de tiempo y dinero. Que debería estar estudiando álgebra o investigando cómo funcionan el espejo retrovisor y las luces del auto. “Quiero decir, hacer algo real, no imaginario”, concluye. Y Los Fabelman está organizada para poner en jaque esa visión: si las películas son apenas una distracción proyectada sobre una tela, ¿por qué pueden afectarnos hasta hacernos temblar las piernas o quitarnos el sueño?

La dirección de Spielberg acomoda la puesta en escena para observar aquella transferencia. Por eso resalta el simple acto en el cual las personas quedan hipnotizadas por el espectro de las imágenes. Sobre el comienzo, en una noche escarchada de 1952, la escena oscila entre una sala de cine colmada de espectadores, el rostro en trance de Sam y una pantalla donde se muestra un tren estrellándose contra otro vehículo. Luego, la misma escena se duplica: Sam, que no puede parar de revivir las imágenes de ese accidente en su cabeza, usa la pequeña cámara de su familia para filmar el choque con sus juguetes. Reproduce una y otra vez las imágenes. Sobre la palma de sus manos, sobre el fondo de su placard, en soledad y junto a su madre. El cine se vuelve un pequeño espacio de control; un lugar virtual donde los miedos pueden reordenarse y luego ser observados a la distancia, como un intento desesperado por exorcizarlos. 

\El reverso de esa escena tiene lugar más adelante, cuando Sam (ahora adolescente) se encuentra editando las filmaciones de un campamento que hizo junto a su familia. Spielberg trama el montaje en un ida y vuelta: del pibe estudiando las imágenes a las imágenes mismas (que se repiten, se pausan, se retroceden, una y otra vez, no dejan de correr). La insistencia pendular de la cámara y del montaje materializa el peso de esa conexión. Pero acá sucede algo nuevo: al volver sobre aquellas imágenes, Sam descubre un secreto de su madre. Se le revela una verdad que estuvo siempre frente a sus ojos, pero que no pudo notar hasta que estuviera mediada por la cámara (acá, de nuevo: el poder de la distancia). 

La secuencia enfatiza que, como los sueños que nos visitan por la noche, los sueños de las películas no son una fantasía completamente arrancada de la realidad: se encuentran subterráneamente conectados, a veces de maneras misteriosas y agobiantes, al punto que los personajes tienen que desenchufar el proyector, cerrar los ojos, mirar al suelo; lo que sea para alivianar la verdad que las imágenes les han mostrado sobre ellos mismos. Es la contracara de las aventuras de cowboys que Sam filma durante toda la película.

Ni real ni imaginario, el vínculo que Los Fabelman construye con el cine es más complejo: como si estuviera invocando fuerzas contradictorias que colisionan, sin extinguirse la una a la otra. La gran virtud de la película es, de hecho, su capacidad para construir un drama que no está tramado por relaciones dicotómicas. Y donde el cine puede ser tanto una salvación como un arma peligrosa. 

  

 

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