Contra el cine-fósil

Adiós a la memoria, dirigida por Nicolás Prividera, indaga sobre la memoria y el olvido en la historia argentina y pone en crisis a la corriente intimista del cine nacional. Se estrena en el Cineclub Municipal.

Ed Impresa 19/11/2021 Iván Zgaib
Plantillas Collage
Adiós a la memoria es el equivalente cinematográfico de enterrar las uñas en un sarpullido molesto: da la instantánea sensación de un desahogo que pronto se vuelve desgarrador.

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Especial para La Nueva Mañana

Adiós a la memoria es el equivalente cinematográfico de enterrar las uñas en un sarpullido molesto: da la instantánea sensación de un desahogo que pronto se vuelve desgarrador. En la segunda escena, mientras el crítico y cineasta Nicolás Prividera monta las imágenes que filmó su padre con una cámara Súper 8 en los años ‘70, se escucha el chirrido de un viejo proyector. Hay algo allí que coquetea con ofrecernos un refugio: la textura sedosa de la imagen analógica, las dulces escenas de la intimidad familiar, el sonido mecánico de una tecnología que remite al pasado glorioso del cine. Todo podría redundar en una experiencia tranquilizadora, y sin embargo, Prividera se dedica a destruir esas falsas promesas.  

Ante la masa de películas donde los directores miran con ojos empañados las imágenes arqueológicas de sus familias (sea por el rubor de la fotografía o por la cualidad espectral de esa vida, la del mismo director, que ya no es aquella perpetuada por la cámara), Prividera gira el lugar de la mirada, incluso el tono (¡sobre todo el tono!). Asume un gesto desangelado, al borde de la exageración, y se encarga de desactivar cualquier síntoma del síndrome nostálgico. Está emprendiendo su batalla. Irrita, provoca, desafía.

Él observa a su padre (un hombre que se dedicó a filmar su juventud y que ahora, en la vejez, está perdiendo la memoria) y antes que rendirle culto lo cuestiona. También vuelve al pasado (el de la dictadura que se llevó a su madre), pero no para monumentalizarlo como un embalsamador diseca el cadáver de una vieja mascota, sino para sacudirlo hasta que transforme la óptica del presente (dominada por la derecha que vuelve a azotar la Argentina). Y además repite las imágenes granulosas que grabó su padre muchas décadas atrás, con sus misteriosos registros de los gatos o de los reflejos de la ciudad que se deforman en el océano movedizo, pero las retruca con imágenes digitales que intentan capturar otros instantes enigmáticos del presente. El retrato de las multitudes abarrotadas tras las vidrieras de los bares, mientras sueñan con ver los partidos de fútbol transmitidos adentro, condensan un fresco ominoso de los años macristas. 

Adiós a la memoria se ve en el Cineclub Municipal desde el jueves 25 de noviembre.

Una apresurada lectura moral(ista) del film podrá caer en la obviedad: molestarse porque la voz narradora de Prividera está cubierta por un manto gélido, entre la soberbia y la desaprensión, detrás del cual se dedica a diseccionar y juzgar (¡y exponer!) a su padre que pierde la memoria, semejante al país donde vive. Pero lo cierto es que esa aproximación funciona en el marco de una poética (y una política) estructural. Si el ensayo de Prividera se comporta como un contra-manifiesto de su tiempo, nunca lo hace entendiendo al pasado o a la intimidad como significados abstractos ni absolutos: cuando se rebela, lo hace contra el rito que concibe esas figuras como fósiles inertes y no como “magmas en movimiento, un campo de batalla”.

Él desempolva los viejos archivos familiares y los trata como criaturas dormidas a las cuales es necesario volver a despertar, porque tienen algo importante que decirnos. Que el pasado no esté cerrado significa que perdura en el presente (¡y en el futuro!), y por lo tanto el ejercicio de la memoria es una fuerza activa en vez del bostezo al cual acostumbran ciertas películas argentinas. En sintonía con los textos del filósofo Walter Benjamin que cita intermitentemente, Prividera vislumbra un inconsciente enterrado en las imágenes de archivo, así como en el devenir de la Historia que está marcado por sus propias dinámicas de represión y reaparición. Todo vuelve, como los monstruos en las películas de terror. 

Cuando el film sugiere que el padre eligió la enfermedad del olvido por no poder procesar el dolor irresuelto de la dictadura, establece un paralelismo con la supervivencia de la derecha argentina, que regresa encolumnada detrás de Mauricio Macri, izando las banderas del sálvese quien pueda. Por eso mismo, el montaje de la película debe entenderse como una forma estética que es contra-campo de ese neoliberalismo (y se podría agregar, de las películas encerradas en su propia intimidad): se dedica a enhebrar imágenes perdidas, fragmentos que a primera vista podrían parecer desconectados, pero que vislumbran vasos comunicantes entre lo íntimo y lo colectivo. Como si iniciara una desesperada maniobra de reanimación cardiopulmonar, mantiene viva esa esfera de lo público; aquel fuego que el neoliberalismo sueña con extinguir y que el cine argentino suele asfixiar incluso sin ser completamente consciente de ello.

La película de Prividera es, por eso mismo, inescapable: nos busca y nos arrastra a todos (directores, críticos, espectadores) a ver el reflejo de nuestras propias contradicciones. Casi siempre estimulante, sus eventuales limitaciones se evidencian cuando la voz narradora practica sus propios rituales de auto-sacralización y determina de forma tajante el sentido de las imágenes. Rara vez se permite dudar de sí misma, pero las veces que lo hace abre nuevas posibilidades en la relación entre el sonido y los planos.

Cuando Prividera deja correr un pequeño corto de amor filmado por sus padres, resulta conmovedor justamente por esa razón. Ahí se percibe una tensión entre las imágenes del padre y las del hijo. Entre la tendencia a aferrarse a esos atisbos de la vida conyugal y a la lucha obstinada por correrse de aquel linaje. Pero es una tensión irresuelta, completamente abierta, como la que sigue acechando al país. Y Adiós a la memoria llegó para que no la olvidemos.  

 

 

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