Un milagro de Navidad

Los niños de Dios, la fascinante película de Martín Farina, compone un fresco escurridizo para captar el pasado angustiante que acecha a toda una familia. Se estrena en el Cineclub Municipal.

Ed Impresa 07/05/2021 Iván Zgaib
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Martin Farina ha compuesto algunos de los documentales más vibrantes. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

No sería extraño decir que las criaturas más radicales del cine argentino contemporáneo habitan el nido del documental, así como tampoco sería osado creer que Martin Farina ha compuesto algunos de los documentales más vibrantes y sensibles de los últimos años. 

A su propia manera, los films de Farina le chupan la sangre a varias tendencias ya conocidas del cine nacional. Los juegos de gemelos entre la ficción y el documental, por ejemplo. O las genealogías familiares conectadas por el tejido de viejas cintas de VHS. Pero en su obra hay algo singular, un gesto genuino que hace crujir el molde de los documentales festivaleros. 

Farina se acerca a personajes desbordados y encuentra para cada uno de ellos una forma precisa de esculpir sus retratos. Una distancia justa, que tiene que ver tanto con las fuerzas misteriosas que percibe en las personas como con la relación frágil que construye mientras las filma. Al reconocer esa mediación, desactiva el espejismo de la objetividad y del registro directo. Al exacerbar el artificio plástico, se aleja de los restos fosilizados del documental intimista y nos empuja por pasadizos oscuros, incómodos, confusos. Nos hace tantear, para no caernos, aunque estemos transitando un terreno más o menos conocido: el del deseo burbujeante, y los sueños (quebrados) y la vida emocional de las personas. 

Los niños de Dios podrá verse del 13 al 19 de mayo en el Cineclub Municipal.

Los niños de Dios, la nueva película de Farina, abre con un prólogo que comprueba su talento para introducir personajes a través de imágenes concretas, con una contundencia digna del clasicismo. Acá se trata de una familia. De sus rituales alrededor de la pileta. Sus bendiciones antes de comer la cena. Sus preparativos (de vitel toné y portaretratos y envoltorios de regalo brillantes) para la Navidad. Fran y Sol son los hijos más jóvenes del clan y Farina proyecta rápidamente sus personalidades contrapuestas: la vulnerabilidad del primero, la seguridad intempestiva de la segunda; y una crianza común engendrada en los confines de una comunidad religiosa llamada La Familia. 

Hay un malestar que está pulsando bajo aquellas imágenes, incluso en medio del aura festivo de las luces navideñas. Pero en principio se manifiesta con una ambigüedad perturbadora. Es una intriga, aunque no a la manera de los documentales que intentan dialogar con el policial (como Esto no es un golpe de Sergio Wolf o Una casa sin cortinas de Julián Troksberg). Acá nos sacude una intriga emocional, como si la angustia que los personajes encierran en sus pechos no pudiera liberarse de un solo golpe. Requiere un proceso, un tiempo especial. El dolor causado por un hecho del pasado no se traduce automáticamente. No hay palabras transparentes ni tranquilizadoras. “No es fácil recordarlo porque eso es lo que lo hace real”, cruje la voz de Fran. 

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Lo que logra Farina es producir una forma adecuada a ese estado emocional. Evade la compulsión por el registro contemplativo de cierto cine argentino (un tic nervioso repetido desde La libertad de Lisandro Alonso), y compone la película en base a una temporalidad implosionada. Vemos a Fran y Sol que pintan y hacen manualidades en la calma de una tarde de verano, pero el montaje no se queda con ellos. Los abandona. Entonces el film queda invadido por el torrente indómito de imágenes y sonidos que no sabemos exactamente de dónde vienen, sin un referente preciso. Llegan, se esfuman y luego reaparecen. 

Los patrones musicales de la película son fascinantes por eso mismo. Como los roedores, trepan desde pozos profundos y se vuelven a esconder: la música de un juego infantil, la voz que se filtra a través de un portero, el repiqueteo de la lluvia, el tintineo del altavoz y de los aparatos en la sala de un hospital. Todos estos elementos emergen sin que conozcamos su contexto (es decir, sin corresponderse con la imagen). Y en el proceso van marcando un ritmo particular. Semejante a las imágenes escurridizas, cortan de lleno el presente. Suspenden cualquier tipo de temporalidad lineal y continua. Nada avanza ni retrocede en dirección clara, porque los mismos personajes no pueden moverse de esa manera, con esa precisión. Ellos cargan con el peso de un pasado traumático que nunca los abandona. Y esta película los encuentra confrontándolo, al modo de un exorcismo. 

Decir que el film se comporta como un cuerpo, cuyos flujos sanguíneos y mutaciones celulares están en sintonía con las emociones, no es sólo un guiño retórico. La película hace carne el limbo afectivo de los personajes desde las venas que conectan sus planos. Pero además, Farina observa cómo esos protagonistas experimentan sus propios cuerpos de maneras peculiares. El primer momento en que el montaje adquiere forma fluida, de hecho, ocurre cuando una médica le hace masajes a Fran. Al estimular los músculos, cada roce y apretón dispara recuerdos. La piel no es sólo una superficie biológica, sino un soporte de fibras emocionales. Cuando son apretadas se liberan imágenes de tiempos y lugares remotos. Tal es la conexión entre cuerpo y afectividad, que la matriarca de la familia llega a admitir que se enfermó por estar angustiada.

Incluso el clímax dispara un montaje frenético, como el corazón que se acelera al enfrentarse a recuerdos enterrados con esmero. Ahora están ahí, descubiertos visceralmente en la superficie. Fran y Sol ya no pueden obviarlos y Farina ha encontrado la modulación perfecta para sacar a flote aquello que escapa al sentido de la consciencia. Por eso, lo que pesa en su película es del orden de lo sensible: los ritmos, las fuerzas, las repeticiones y variaciones. Todos los trazos que convierten al film en una experiencia demoledora. ¿Cómo encontrar las palabras justas para hablar de ella? Se escurre del lenguaje, una y otra vez. Allí su verdadera potencia. 
              

  

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