La caída más hermosa

La función de apertura en la Semana Mundial de la Cinefilia, en el Cineclub Municipal será con "The World is Full of Secrets" una de las películas más cautivantes del último año.

Ed Impresa 21/02/2020 Iván Zgaib
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The World is Full of Secrets es una película extraña que hace de “la caída” el centro de sus vestiduras. Foto: gentileza

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Especial para La Nueva Mañana

Siento una debilidad especial por las vidas que se desmoronan en picada, así que no es completamente loco que The World is Full of Secrets me haya parecido una de las películas más cautivantes del último año. 

Hay una palabra del inglés para describir esto: “doom”, que a veces se traduce al español como “destino”, o “fatalidad” o “condena”, aunque ninguna le hace verdadera justicia. Es eso y algo más. Es la sensación apremiante (¡una alarma en el corazón! ¡una piedra en las tripas!) de que el mundo o la vida tal cual los conocemos están por hacerse trizas sin vuelta atrás. Es un momento relámpago: correr por un campo azul o entre las baldosas desencajadas de la ciudad sabiendo que vamos a caer antes de raspar el suelo. Es vagar en un limbo: suspendidos entre el aire y la tierra, anticipando una caída inevitable durante segundos que se viven como la sala de espera en un hospital.

En el cine esto no se traduce necesariamente con el acto morboso de ver la autodestrucción de un personaje (como la pobre y estúpida Sansa de Game of Thrones, que escapó de un seductor sádico para terminar encerrada en un castillo con un violador serial). Estoy hablando de la evocación de una sensación subterránea antes que de las acciones dramáticas que nos manipulan para asistir a la crueldad como espectáculo. Llamémosle “poéticas de la caída”: un conjuro de tonos, de atmósferas, de tiempos que el cine administra para crear una experiencia de ruinas. Me animaría a hacer un inventario parcial y fragmentario que nos lleve hasta The World is Full of Secrets.

La caída en Vampyr de Dreyer: una sombra que se escurre por las paredes de una casa, pero que no tiene un cuerpo vivo que le de origen.

La caída en Ministry of Fear de Lang: la mano de un ciego que destroza una porción de torta en vez de comerla, mientras se escucha el zumbido de los aviones nazis rompiendo el silencio de la noche.

La caída en Picnic at Hanging Rock de Weir: unas colegialas adormecidas en el desierto salvaje (con sus vestidos blancos de puntillas virginales y con sus sombrillas de muñecas para tapar el sol), observadas desde la cima calurosa de una montaña que amenaza con chuparlas.

La caída en La niña santa de Martel: unas amigas que cuentan historias de fantasmas arriba del colectivo, invadidas por una tensión creciente (las miradas perdidas, la ventanilla hecha añicos, el rugido ensordecedor de la ruta) que no lleva a ningún accidente más que a la sensación de una tragedia pataleando para abrirse paso.

The World is Full of Secrets es una película secreta y extraña que hace de “la caída” el centro de sus vestiduras. Pero lo que resulta fascinante es cuán singular es el film, considerando que sus motivos narrativos son puramente convencionales: la voz en off de una vieja que recuerda la noche en que crujió su vida y la de sus amigas adolescentes (una versión femenina del narrador melancólico de Cuenta conmigo), las rondas nocturnas de esas chicas contándose historias de terror sin presencia de adultos (el hecho de que el film se sitúe en los años ‘90 casi lo convierte en un eco anti-pop de ¿Le temes a la oscuridad?). 

Con todos esos códigos genéricos, Graham Swon (un opera primista de los círculos cinéfilos de Nueva York) ha hecho una película de terror y un film de iniciación adolescente que evita varios pasos de manual vetusto. Por eso no hay momentos explosivos, sino una construcción desde las orillas, del tipo de imágenes pregnantes que pertenecen más a los residuos de la memoria  que a una vivencia en presente. ¿Por qué, sino, Swon se empecina en evitar composiciones limpias y en buscar encuadres colaterales, de difícil acceso, como el reflejo de las chicas en la ventanilla luminosa del microondas, mientras una bolsa de pochoclos se infla al borde de explotar?

Los planos delicados y lujosos que elige Swon no son simplemente un gesto de decoración virtuosa: son un modo de jugar con los límites del tiempo y con la figura de los cuerpos ante la cámara. Lo cual es clave, porque las capas tectónicas de esta película tiemblan alrededor de esa idea: el tiempo tirano avanza para arrebatar la inocencia de unas chicas que se creían limpias y seguras, impermeables a los horrores del mundo externo. 

Pero el film es también sobre el quiebre de una manera de vivir el tiempo; ese momento en que el refugio con los primeros grupos de amigos se vive en presente continuo. Una afinidad hermosa e incuestionable (grabada a fuego de liquid paper en algún banco de la escuela: “mejores amigas por siempre”, corazón, corazón).

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La manera en que Swon refina su punto de vista asume aquella tensión. Todo el tejido plástico del film se basa en una lucha interna, entre momificar ese estado de la vida (la inocencia colegial) y un recuerdo que revela su verdadera naturaleza (es decir, un hecho del pasado, que se escapa y se patina entre los dedos). 

Al segundo grupo pertenecen los hermosos fundidos de montaje, a través de los cuales las imágenes de las chicas se superponen y se desvanecen una atrás de otra. Allí, la precariedad de la juventud y de la memoria. Al otro grupo le corresponde un tipo de composición opuesta: primeros planos sin cortes, centrados durante varios minutos en el rostro individual de cada protagonista mientras relatan historias de terror. 

Una de esas escenas es completamente desgarradora porque deja entrever sus propias tensiones. Mientras vemos las facciones aniñadas de Emily (con su piel pecosa y su corona de flores de tela), atrás suyo aparece la ventana que da al patio y la luz que se va extinguiendo a medida que cae la noche. Esa es la tragedia silenciosa que recorre todo el film: que el tiempo no se puede parar y que nosotros (los espectadores) sabemos que en tanto corran los minutos y en tanto el manto de la noche se extienda sobre la imagen, ese rostro infantil va a perder su gesto de alegría ingenua. 

Hay tantos otros efectos conmovedores en los detalles que logra Swon, como la intimidad que se incuba en sus primeros planos (el rostro inflado de Suzie, flotando encima de las velas y tan cerca, como si estuviera arrimada hacia nosotros mientras cuenta una historia de adolescentes despiadados). O el ritmo musical, casi soñador, cuando las imágenes se diluyen una encima de otra. O el modo en que se trabaja el terror: sin refregarlo en nuestros ojos, pero disparándolo en la imaginación a través de los relatos orales. 

Aquella decisión es estética, pero también ética. Swon está dedicado a unir las piezas para construir una burbuja frágil donde todos los placeres ligeros de edad y de clase (el jardín en los suburbios, la pizza por delivery, las lecturas de poesía) pueden acabarse, pero nunca cae en la crueldad sanguinaria. No hay lugar para el regodeo con la violencia. 

Y por eso, en cierto sentido, es que la película posee un efecto duradero. Permanece con uno, al modo de un recuerdo tormentoso o de una pesadilla fragmentaria. Vuelve una y otra vez a acechar nuestros pensamientos, a preguntarnos qué fue de esas chicas, qué fue de nuestra inocencia, qué fue de los amigos que nos contaban cuentos de abuelos endiablados y luces malas mientras caía el sol en el jardín de afuera.  

 


* The World is Full of Secrets se verá en la función de apertura de la Semana Mundial de la Cinefilia: miércoles 26 de febrero a las 20.30 hs en el Cineclub Municipal.

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