Cultura Iván Zgaib 30/10/2018

El hippie está muerto

Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, observa la violencia política y cotidiana de la Argentina de los ’70 a través de una exploración estética. Inquietante, cómico y horroroso, el film aboga por un cine industrial que piensa su propia historia y la del país.

Naishtat confirma que el cuerpo de su obra forma una criatura coherente y consistente, alimentada por las mismas obsesiones y preguntas.
La trama se desata cuando un tipo se está peleando con Claudio por ocupar una mesa y el abogado le responde con un discurso soberbio que lo destruye en público.

Más no es siempre mejor. Pero en el caso de Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, el director argentino parece sortear con gracia todos los vicios y desafíos que supone saltar hacia las grandes producciones: expansión del universo narrativo y de las acciones dramáticas, mayor escala en el diseño de filmación y aparición de actores famosos (con Darío Grandinetti y Andrea Frigerio enfrentándose a la cámara). Incluso si todo parece evocar un mundo separado de sus films anteriores, quizás más artesanales y modestos, Naishtat confirma que el cuerpo de su obra forma una criatura coherente y consistente, alimentada por las mismas obsesiones y preguntas. Estén ubicadas en el siglo XIX, en la década del ’70 o en el presente, sus películas buscan dar una composición justa a la violencia política.

Se podrá decir mucho sobre la mirada que aporta Rojo con respecto a esa temática, pero quizás su mayor declaración de principios siga siendo de índole cinematográfica: trasladarse de lleno a la producción industrial, sin renunciar a las derivas narrativas, las texturas de la imagen y a los juegos que tensionan la audiencia contra un espectro de dudas, lejos de las certezas. Parte de su encanto recae en las modalidades que elige para narrar, donde la forma que adopta esa violencia revela rasgos distintivos. En principio, propone un recorte de tiempo inusual para el cine argentino, centrándose en los meses previos a la dictadura del ’76. Y a su vez, hace algo fascinante: aborda un momento macabro sin regodearse con golpes efectistas.

Solo la secuencia inicial está orquestada como un exabrupto donde la violencia se muestra desnuda, con su rostro más claro y horroroso: Claudio, un abogado reconocido, espera a su esposa en un restaurante. Los planos abiertos y la desviación hacia las mesas de los alrededores describen eficazmente aquel espacio: tipos de traje riéndose entre copas, mujeres delicadas sonriendo con mesura. “Este es un lugar de familia”, grita alguien espantado en algún momento. Un tipo se está peleando con Claudio por ocupar una mesa y el abogado le responde con un discurso soberbio que lo destruye en público. Aquel tipo indignado vuelve a aparecer más tarde en medio de la noche oscura: se agarra a los golpes con Claudio, se pega un tiro en la cabeza y el abogado lo deja morir en la soledad devastadora del desierto.



La violencia del país, en situaciones mínimas

De ahí en adelante, el nudo dramático que hace avanzar la narración se desata con un detective que llega al pueblo a investigar aquella desaparición. Pero lo más llamativo de Rojo emerge con sus desviaciones; con el modo en que apacigua esa violencia explícita para hacerla latir subterráneamente en las escenas. Entonces, el misterio que conjuga Naishtat es otro; se presenta en elementos laterales que parecen fuera de lugar, como los actos oficiales donde se ovaciona a vaqueros yankys (“nuestro país hermano”, dice algún medio), la publicidad en la que un hombre le dispara a otro porque le pide caramelos o los ensayos de danza donde baila la hija de Claudio. Lo que tienen en común esas escenas es que expresan la violencia del país en situaciones mínimas, sugiriendo cuál es el lugar en el que se arraiga la atención del film: no en los estallidos de golpes y torturas del Estado, sino en los procesos cotidianos que van engendrando y justificando esa violencia.

En el caso de las clases de danza, la cámara gira en círculos mientras registra el movimiento de los cuerpos que ponen en escena la historia del Salvaje y la Cautiva; un viejo mito relatado desde la perspectiva occidental que victimiza a una mujer blanca y criminaliza a un aborigen. Y hay algo fantástico que sucede en aquellos planos porque Naishtat alude a una forma de violencia sin enunciarla directamente. Lo que hace es registrar su manifestación en los cuerpos vibrantes que encarnan la ficción: aquella que designa un ideal de Nación, donde tienen lugar algunos sujetos y otros se vuelven prescindibles. Los ensayos de la Cautiva rebotan hasta reflejarse en la vida real de los personajes, ya que las Fuerzas de Seguridad del Estado están comenzando a detener a quienes consideran sus enemigos. Si el hippie desaparece, algo habrá hecho.

Un diálogo con dos historias

Esa singularidad que moviliza la película no deja de hacerla narrativa, pero su modalidad escapa a la economía estricta de causas y efectos: lo que adquiere importancia, además de la intriga que encarnan el detective y Claudio, es el entorno que los acoge. Y junto con aquel contexto, la mirada que le da forma. Por eso, Naishtat desarticula el registro en piloto automático a través de un juego de decisiones formales que construyen de manera consistente el espacio cinematográfico y su relación con los cuerpos: los movimientos de cámara y los zooms reconfiguran los planos desde el ambiente hacia el rostro de los protagonistas. Tanto los pequeños quiebres narrativos como esas operaciones visuales ponen a la película en un diálogo con dos historias: la de las tragedias de Argentina en los ’70, pero también la del cine de aquella época. En ese sentido, el aspecto que asume Rojo remite al trabajo de Coppola, Kubrick y Altman; tres directores centrales que sostuvieron sus propias rebeliones (narrativas y estéticas) desde el interior de la industria en los tiempos del New Hollywood.

El modo en que funcionan aquellas decisiones puede advertirse en varias escenas concretas. En una de ellas, Naishtat se acerca a Claudio a través de un zoom que indaga su rostro y genera suspenso sobre la decisión que tomará cuando un amigo le pide un favor dudoso. Un corte de montaje pasa repentinamente al plano siguiente: el abogado y su amigo están en la calle, contemplando la propiedad que quieren apropiarse ilegalmente. Se trata de un efecto cómico e irónico que no deja de ahondar profundamente sobre las contradicciones de su protagonista: ésta es la figura quebrada del abogado, con toda su legitimidad social, sus discursos de superioridad moral y sus actuaciones ejemplares como hombre de familia.

Algo más que un eclipse solar

La manera en que Naishtat filma los ritos familiares también apunta en esa dirección, proyectando un movimiento de acercamientos y distancias: la elegancia y la belleza de esta burbuja de clase media es expresada con sus elementos disruptores. Los personajes juegan al tenis o pasean por el campo mientras suena un piano de fondo, pero la presunta felicidad de esas imágenes adquiere una sensación trágica. Las contradicciones de Claudio son tan grandes que cuando lo vemos comiendo costillitas de carne con la mano encarna su doble faceta: la delicadeza civilizada de una clase media acomodada y la pulsión salvaje de un animal listo para despedazar a su presa.

Quizás no haya un momento formal más enigmático que el que sucede cuando la familia está de viaje en Mar del Plata y un eclipse solar tiñe toda la imagen de rojo. Lo que resulta alucinante es que esa escena podría no existir, ya que no hace avanzar el relato en un sentido clásico. Pero sin embargo, está ahí, brillando de manera extraña. El primer impulso quizás sea interpretarlo en términos simbólicos (como una expresión de la violencia, que deja su estela en la pantalla), pero lo más justo sería señalar su incidencia en la materialidad de la película: ejerce un efecto perceptivo sobre los planos, evade la dictadura de la causalidad narrativa y se entrega a una fuga poética. En su momento de mayor explosión sensorial, Naishtat manipula los colores y despierta una sensación apocalíptica que no necesita palabras ni acciones dramáticas. Lo que queda no es más que cine. Ahí, la decadencia de un país se esculpe con el arrebato flameante de los colores o con el estremecimiento del lente de la cámara.

Y sucede algo verdaderamente conmovedor cuando una película, por un gesto de lucidez o por una casualidad hermosa, sintoniza tan ágilmente con su propio tiempo. Naishtat llevaba varios años cosechando este film, pero su estreno en el 2018 parece volverlo más urgente. El ascenso del fascismo en países como Brasil y la escalada de violencia en Argentina justifican esa idea. Ya que en Rojo no importan los efectos de la brutalidad sino los procesos por los cuales las personas la asimilan, su proyección se presenta como una advertencia. Cuando los personajes miran directo a cámara no están contemplando sólo el eclipse, sino a nosotros, sus espectadores perdidos. Más acá de la pantalla, la responsabilidad y la pesadilla del presente nos manchan de rojo.

* Rojo se ve en los cines Showcase, Dino Ruta 20 y Dino Alto Verde.




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