Destellos y purgatorios en el Festival de Cine de Mar del Plata

Las óperas primas argentinas que se vieron en el Festival de Cine de Mar del Plata funcionan como un mapa: nos hacen recorrer los caminos ya transitados y otros alternativos.

Ed Impresa 03/12/2021 Iván Zgaib
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En la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata, los jóvenes que estrenaron sus primeras películas funcionan como reflejo ominoso de esa realidad.

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Especial para La Nueva Mañana

Mirar las películas de directores primerizos puede ser una experiencia contradictoria: ¿trae la sangre nueva una posibilidad de renovación, el despertar de otra generación de cineastas, o por el contrario, sirve como el muestreo sistematizado de estéticas ya procesadas por los festivales; la confirmación de una tradición conservadora? 

En la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata, los jóvenes (¿viejos?) que estrenaron sus primeras películas funcionan como reflejo ominoso de esa realidad. El cine argentino de los últimos años, incluso con la diversidad que lo habita, parece estar atrapado en las fronteras minadas de su propio purgatorio: un plano de existencia espectral, entre los vivos y los muertos, donde cada gesto cinematográfico se hunde en una repetición tan abúlica como circular. Semejante a los fantasmas, ¿pueden las películas reproducir las escenas de sus vidas pasadas? E incluso si alguno de sus aullidos a veces parece sonarnos desconocido, ¿se esconde allí, también, una novedad superficial, tan distante que nunca nos toca? 

Realismo orgulloso contra sobrenatural reprimido

Álbum para la juventud posee un carácter paradójico: observa la espontaneidad adolescente a través de ojos de cataratas. Malena Solarz, su directora, ensaya una aproximación realista ya sacralizada por cierto cine argentino que sigue encontrando su cómoda ascendencia en Nadar solo y Ana y los otros, dos films fundantes de 2003. Y aunque han pasado casi veinte años desde entonces, Álbum para la juventud se camufla en ese mismo registro minimalista de la clase media acomodada, con una debilidad particular por drenar el conflicto en la narración. Que se encandile con aquella minuciosidad la lleva a priorizar los paréntesis de la vida por encima de los episodios bombásticos: la calma nocturna de un adolescente que está solo en casa, quizás por primera vez, antes que la crónica rayada de su primer beso. Pero su límite es que la sucesión de detalles ligeros no suele arribar a la singularidad a veces anhelada, sino a una mirada vacía. Sólo cuando cartografía las primeras pasiones de sus protagonistas con el arte, Solarz parece encontrar pequeñas variaciones dentro del modelo repetido: descubre las fuerzas vitales que se mueven, subrepticiamente, bajo la apariencia de los adolescentes-zombies y su tiempo muerto.

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Matar a la bestia de Agustina San Martín resulta un caso curioso justamente por trazar otras exploraciones que están a un costado del territorio realista recorrido por Solarz. En este caso, se trata de un acercamiento pudoroso al terror que, como si respetara una doctrina estricta de autorismo, nunca termina de estrechar la mano de los géneros populares. Semejante a Historia del miedo de Benjamín Naishtat y Un crimen común de Francisco Márquez, el film de San Martín abandona la catarsis del terror para abocarse a un procedimiento de contención (o bien podríamos decir: de represión). 

Los rumores sobre una bestia que acosa a los habitantes de la selva misionera se sostienen como un murmullo; una tensión que raramente encuentra desahogo y que se invoca a partir de una atmósfera que lo invade todo. El juego entre la iluminación sombría y las locaciones misteriosas engendran una suerte de gótico misionero, que en el mejor de los casos produce climas cautivantes. Pero su efecto secundario es una forma de esteticismo exótico: la incapacidad de penetrar la singularidad del espacio en el que se mueven sus criaturas. Por eso San Martín engendra a la perfección las pulsiones globalizantes del cine contemporáneo; uno que está abocado a la elaboración de objetos superficialmente sofisticados, siempre vistosos y aparentemente autorales, por encima del universo y de los personajes a los cuales retrata. La forma como capricho, el mundo como excusa. La materialidad del cine: una perfecta abstracción. 

¿Fantasía mata lo real?

Dentro del barro favorito de la contemporaneidad, ese que mezcla ficción y documental, algunas óperas primas del festival exhibieron procedimientos muy diferentes para plasmar sus poéticas, que equivalen también a formas distintas de aproximarse a la Historia. 

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En Danubio, un film construido en base a archivos, Agustina Pérez Rial revisa la persecución en el Festival de Mar del Plata durante el régimen de Onganía y narra los hechos como si fueran parte de un thriller de espionaje. Se trata de una búsqueda recurrente en otros documentales (como Esto no es un golpe y Una casa sin cortinas), pero que en este caso es empujada de manera concienzuda y en sintonía con la historia: el thriller es a la vez estética y política de la época retratada. Hay entonces un prisma universal que se consigue a través de esos géneros ficcionales. Y al mismo tiempo, hay un prisma singular que carga de detalles esa narración y esos archivos: el uso de una voz en primera persona, encarnada por una inmigrante rusa que comienza a militar en Argentina, mueve la Historia al nivel de la piel humana. 

Las tácticas de Danubio están empleadas con una habilidad pasmosa, casi siempre atrapante, pero que también encierran una forma de creatividad restringida. Cuando Pérez Rial se acerca a esos archivos, todas sus maniobras están dirigidas a revelarnos otra capa de las imágenes: si proyecta las fotografías de una fiesta en el Festival de Mar del Plata, por ejemplo, intenta mirar más allá de los vestidos y las lentejuelas para cuestionar su apariencia celebratoria. Es decir, para señalar los mecanismos de poder y violencia que ocultan como máscaras aquellas imágenes. Por eso, el mecanismo ficcional de Danubio se despliega de manera focalizada: nos arrastra de la mano, como si fuéramos una mascota dócil que saca a pasear, hasta llevarnos a un lugar determinado. 

Estrella roja, otro de los films argentinos de la selección, se diferencia por acercarse a la Historia no tanto para develar sus pliegues ocultos, sino para tomarla como catapulta para construir otra forma de experiencia: más compleja y desbordante. Erigido bajo la forma de un ensayo ficcional, el film de Sofía Bordenave está guiado por la voz flotante de una mujer que recuerda los tiempos espasmódicos de la Unión Soviética: camaradas que se pasan sangre revolucionaria, amigos que sueñan con viajar a Marte. Las imágenes que acompañan ese relato no se detienen a ilustrar de manera instantánea las palabras: por el contrario, producen una tensión. Entre el imaginario épico del pasado revolucionario y el aspecto material del San Petersburgo actual (con sus plazas llenas de monumentos y sus viejos edificios comunales), el registro documental funciona como resto y ruina; los esqueletos de un mundo utópico que ya no es, pero también, que puede ser. De ese choque desgarrador, lo que brota no es un discurso político ni un pretendido reflejo de la historia social: es una emoción punzante, la melancolía por un futuro fantasmagórico y la agitación por un cine cuya superficie es terreno fértil. Allí, sugiere Bordenave, aún puede crecer la fuerza inventiva que ha perdido la humanidad. Y el cine argentino: ¿recuperará entonces la imaginación? 

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* Esta nota fue enriquecida a partir de las discusiones con otros integrantes del Jurado de la Crítica Joven del Festival de Mar del Plata, quienes merecen un especial agradecimiento. 

 

 

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