Doc Buenos Aires: encuentro cercano con lo desconocido

La nueva edición de Doc Buenos Aires tiene lugar hasta el 31 de octubre, con una programación que reivindica su propia mirada estética y política del cine: las películas como un portal de acceso a la otredad.

Ed Impresa 31/10/2020 Iván Zgaib
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El triunfo de Sodoma, de Goyo Anchou. Foto: gentileza

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Especial para La Nueva Mañana

¿Cuándo volveremos a rozarnos en la oscuridad seductora de un cine? Mientras las salas permanecen cerradas para sus devotos, los festivales enfrentan otro desafío: mudarse a los auditorios espectrales del streaming.

Si los festivales habrían nacido para empujarnos a lo desconocido (a las películas-mutantes, pero también, a los espacios extraños, habitados junto a espectadores anónimos), Internet es su reverso; la tierra de lo conocido; el gobierno policial del algoritmo que nos lanza hacia nosotros mismos. Los bots, con su clarividencia mecánica, se jactan de entendernos. Pueden augurar las películas-masticadas, las melodías bobas y las ideas plastificadas que recitaremos de memoriaa incluso antes de haberlas conocido.

En esos pantanos virtuales comenzaron a proyectarse las películas de la nueva edición del Doc Buenos Aires. Pero su programación parece insistir, antes y durante la pandemia, en que la misión del cine está siempre asociada a una forma de conocer el mundo; es decir, a sacarnos a la rastra de la comodidad de nuestra experiencia sensible (aun cuando debamos ver las películas desde la familiaridad tranquilizadora que irradian nuestros dormitorios).

El triunfo de Sodoma quizás sea una de las manifestaciones más radicales de ese gesto: una fantasía guerrillera que inicia como un canto épico. El sonido de una banda marcial explota sobre la imagen de unas pibas que tiran abajo las rejas de una iglesia. ¿Alguien se animará a mirar a otro lado después de eso? Por si quedaban dudas, la aceleración artificiosa de los planos (con escenas de masturbaciones y chupadas de pijas babosas) terminan de instalar la energía encendida de la cual se alimenta la película. Todo se despliega vertiginosamente, como si las mismas imágenes estuvieran al borde de acabar en un clímax orgásmico. Esa idea vuelve a trabajarse más adelante, cuando la figura de dos hombres cogiendo se imprime (y relampaguea como un bicho de luz) sobre una represión policial. Acá, el deseo también es un arma violenta. Un motor de acción antes que búnker de resistencia.

El film de Goyo Anchou ajusta ese comienzo bombástico a su argumento: un pibe se enamora del integrante de una célula anarquista, donde todos conspiran para jaquear al sistema de desigualdades machistas y clasistas. Lo que la película construye desde ahí (con sus imágenes documentales de revueltas y las consignas antpatriarcales que bombardean la pantalla) invoca a los antepasados del cine militante de los ‘60 y ‘70. Pero mientras el legado de esa tradición argentina resguardaba una óptica hetero y masculina, Anchou la actualiza desde las vibraciones del presente. Su eje es el fluir escurridizo de los géneros y del deseo.

Más allá de la temática, el film avanza con certeza. Toma esa condición contemporánea y la procesa en su materia. Sobre el comienzo, el protagonista recita una declaración de principios políticos mientras la puesta en escena desordena las conexiones esperables entre imágenes y sonidos. La figura es masculina, la voz es femenina y el rostro se encuentra desfigurado en pedazos: los recortes de los ojos y la boca se mueven independientemente los unos de los otros. Son porciones de un cuerpo monstruoso, flameando sobre el registro de las marchas a favor del aborto.

Esa forma de composición, donde las imágenes se superponen y erigen la poética de un collage caótico, es una marca constante. Su efecto es el resquebrajamiento de la visión unificada y homogénea del plano, lo cual resulta mucho más que un mero guiño manierista: allí, cada imagen abre un portal a una imagen-otra, a una dimensión paralela donde los colores y las (in)definiciones visuales mutan en una corriente incesante, tanto como su protagonista se transforma al abandonar las ataduras de una educación masculinizada.

Por eso, los materiales documentales que utiliza Anchou no son tanto un puntapié para retratar el presente a “imagen y semejanza”, sino una base desde la cual activar la imaginación. Su poética persigue una idea de trascendencia: una utopía queer que nos transporta de Buenos Aires a una quimera deseante y de esa quimera otra vez a la ciudad, delineando así su propio paisaje des-patriarcado. Y aunque el film de Anchou cae en la maña de predicar ideas con cierta superioridad moral, su capacidad inventiva no se licúa. La experiencia que devuelve es tan extraña y enigmática que encontrarle una filiación en el cine argentino actual sería un verdadero ejercicio de escritura creativa.

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Bitter Bread, de Abbas Fahdel. Foto: gentileza



Lejos de ese encantamiento onírico, Bitter Bread (otro de los films que compone el programa del Doc Buenos Aires) ensaya una observación terrenal. El director iraquí Abbas Fahdel afinca su mirada en la cotidianeidad de unos refugiados sirios, despojándose de cualquier consigna explícita: reduce la contextualización a unos pocos subtítulos informativos; sostiene un punto de vista coherente con la realidad que filma.

Cada vez que se acerca a sus protagonistas vigorosos (los sobrevivientes que acaban de huir al pavor de una guerra), Fahdel mantiene la distancia como una verdadera elección ética del registro. Pero además construye una sensación palpable de la espacialidad: lo que captura la película es un campo de refugiados, con carpas erigidas en un monte libanés al costado de la ruta. Decenas de familias sirias son retratadas sin primeros planos ni planos individuales. Están siempre reunidas en una misma imagen, ya que en ese campamento transitorio los espacios son de todos y de nadie. En el Líbano no hay lugar (ni trabajo) para los refugiados, más allá del campamento que funciona como un purgatorio. Los hombres y las mujeres están ahí de paso, sin saber cuándo ni a dónde podrán continuar sus vidas.

En ese punto, las separaciones entre cada escena son mucho más que meras transiciones. En todo caso, continúan mapeando de manera exhaustiva un micro-universo cuyos rincones se exploran según sus propias reglas y peculiaridades. Los tendales que unen cada carpa y cada familia; las plantaciones donde trabajan las mujeres; los campos que se dedican a arar los hombres; las montañas donde los niños corren y ríen mientras sus padres se lamentan por el futuro incierto. Y después, cuando tienen lugar las panorámicas majestuosas de la naturaleza, se desprende un desasosiego aplastante: la vista de un pueblo próximo al cual los refugiados no pueden acceder como cualquier ciudadano, y que hace ver incluso los espacios abiertos como las cárceles más sombrías.

Fahdel es un cineasta del espacio. Acá y en sus otros films, la arquitectura de la forma mantiene una sintonía fina con el modo cotidiano en que los sujetos habitan sus entornos. Y en ese trazado tan cálido como meticuloso, el director da la talla para acercarse a sus personajes. Les quita el rótulo de víctimas miserables. Borronea el estigma de criminales sucios. Sólo nos invita a mirarlos con empatía. Y nos recuerda, por unos minutos, que el cine es el otro.

 

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