Tarde en Las Siete Canchitas

Lo difícil de meter la pelota en el ángulo en un potrero es que no existe el travesaño. O sí, pero no se ve. El travesaño en el potrero es una convención, siempre imprecisa, nunca estable, eternamente discutida. No se queda quieto, cambia según cambia la estatura del arquero. No tiene reglas ni mediciones exactas. Cuando un tiro genera dudas, se da comienzo a la asamblea para decidir si es gol o se fue por encima del horizontal, imaginario y ausente.
Por eso, en el potrero es casi imposible el tiro perfecto. Casi. No conozco a nadie que haya visto que ocurriera, pero jugadores de todas las décadas cuentan que si una pelota entra exactamente en el ángulo de un arco de potrero, desaparece. Un chasquido, una pequeña centella y se termina el partido. Dicen también que quien haga desaparecer un balón de esta manera será el dueño de las fantasías de todo el siglo, que se convertirá en un artista suicida lanzado imparable a la gambeta, de vuelo rasante y lengua afuera.
Chicos y adultos de todos los barrios y de todas las ciudades han intentado por años encontrar aquel punto exacto. Se han sometido infructuosamente a tardes de tiros libres, a extraños remates en parejísimos picados. Han probado de chanfle, tres dedos, fuerte, a colocar, con arquero, sin arquero, con barrera, sin barrera. Algunos llegaron a teorizar que con una pelota más grande existían mayores chances de poner en marcha el hechizo, al abarcar más espacio por su mayor diámetro. Otros aseguran que la verdadera precisión sólo se logra con pelotas pequeñas bien colocadas.
Una vez, en “Las Siete Canchitas”, potrero del sur del Gran Buenos Aires, sucedió algo que ninguno de los testigos presentes aquel día se anima a confirmar. No había mucha gente alrededor del campo de juego porque era verano, hacía mucho calor y el tierral que se levantaba tapaba los pulmones. Pero quienes estuvieron allí, siempre evitan hablar del tema. Había, entre los que jugaban el picado, un nene de una familia muy humilde. Tenía una cara que se debatía en la frontera entre una lágrima y una travesura, y la dureza en la mirada de quien entiende lo que significa, cuando se es pobre, ser el primer hermano varón después de cuatro mujeres.
Tiro libre. Un perro interrumpió su siesta y paró las orejas como una premonición. El pibe la acomodó y se paró para darle de zurda. Carrera corta, tres pasos. En los efímeros instantes que demoró en recorrer la distancia que lo separaba de la pelota, pensó en la panza vacía engañada con mate cocido, en su vieja, en Bochini, en los botines que nunca tuvo, en la Bombonera llena, en sus ocho hermanos, en la lucecita mortecina del almacén de la esquina a la noche, en la camiseta celeste y blanca de la selección, en las calles del barrio inundadas en cada lluvia, en los viajes interminables en tren, en todas las veces que le tocó perder, en si alguna vez, aunque sea una vez, le iba a tocar ganar. Cerró los ojos, y pateó. Villa Fiorito se quedó suspendida por siempre en aquel segundo eterno. Un chasquido, una centella en la tarde soleada, y la pelota desapareció.