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Time-lapse de nubarrones, imágenes ralentizadas de niñas angelicales, visiones de una mujer perdida: Azul el mar, la ópera prima de Sabrina Moreno, ensaya un drama femenino cercano al montaje clipero artsy.
Ed Impresa01/07/2020 Iván Zgaib
Especial para La Nueva Mañana
No puedo dejar de pensar qué pasó con Umbra Colombo. Dentro de ese universo paralelo que es el cine cordobés, la actriz acaba de convertirse en una especie de musa-inspiradora atrapada entre la tragedia femenina y el deseo feminista; la figura secreta en la cual se han proyectado las aflicciones y ficciones de ser mujer, madre y esposa: todo al mismo tiempo, con las presiones oscuras que gravitan alrededor suyo como tormentas eléctricas.
Hace apenas dos años, Inés Barrionuevo utilizaba el gesto hipnótico de Colombo para extraer de allí un misterio: el rostro velado de esa mujer, dispuesto ante la cámara hasta sugerir un malestar profundo cuya raíz permanecía desconocida para el público. Esa era la aproximación enigmática de Julia y el zorro. Pero con el estreno de Azul el mar, Colombo queda presa de una protagonista similar y los resultados son diametralmente opuestos. Su heroína (asfixiada por la casa de muñecas matrimonial) es pura superficie, desprovista de profundidad o resonancia misteriosa.
El nuevo otro-yo de Colombo está de mal humor: siempre molesta, aunque se encuentre de vacaciones en Mar del Plata, iluminada por las puestas de sol y los carteles de neón que plagan la ciudad entera. Lo sabemos porque la película de Sabrina Moreno subraya esa vibra emocional; lo hace especialmente desde una escena medular en los fichines, cuando la sonrisa de Lola se desdobla (se tuerce y se desvanece) en dos caminos. Está la fantasía vivaz que despiertan sus hijos sobrevolando angelicalmente las consolas de videojuegos, y está la figura gris y decepcionante de su marido que le hace reclamos por su trabajo nuevo (llamemoslé, la fantasía desinflada).
No me parece gratuito hablar acá de fantasía: si hay un rasgo que distingue a Azul el mar es su pretensión por despegarse de la observación terrenal para zambullirse en un plano onírico; una dimensión espacial y temporal que está más ligada al estremecimiento interior de Lola que a los hechos reales que conforman su viaje familiar.
Por eso hay una mutación inicial en el film, orillando los primeros quince minutos: un mar revuelto, nubarrones que invaden el cielo, rayos que descargan su amenaza sobre los turistas marplatenses. Cada una de esas imágenes interrumpe la escena de un paseo familiar. Resquebraja el presente continuo. Nos saca a nosotros de aquel momento aparentemente feliz y nos une al rostro confundido de Lola, sugiriendo que ella (frotándose el cuello, mirando al cielo en busca de alguna señal lejana) también está siendo apartada, alienada de ese tiempo, de ese viaje y de ese esposo insípido.
Me gustaría celebrar que Azul el mar emerja como una de las pocas ficciones cordobesas que renuncia a los mandatos del cine-narrativo para ensayar una suerte de exploración poética, más preocupada por fundir el drama en la plástica que en el argumento. Pero lo que resulta curioso es la particular interpretación que hace Moreno sobre esa composición poética: los planos y el montaje no parecen dispuestos para conformar un tipo de percepción concreta (es decir, una manera particular de hacernos ver a Lola en relación a ese espacio y sus vínculos afectivos), sino que hacen una explotación gráfica de la imagen (en el sentido más literal posible).
Tomemos, por ejemplo, la escena que ocurre después de una discusión en medio de la habitación de hotel taciturna. De repente, el resplandor del sol baña la imagen: Lola camina como sonámbula por un bosque arenoso mientras su propia figura se duplica fantasmalmente. Distintas siluetas espectrales se disparan y corren en direcciones (¿realidades? ¿decisiones?) opuestas. Allí, el material cinematográfico se convierte en una alegoría directa, machacada y refregada contra nuestros ojos: ésta es Lola, desmembrada ante la desconexión que trastabilla su matrimonio.
En ese punto, hay una segunda curiosidad: la alegoría es obvia, pero al mismo se introduce con cierto halo de misterio, como si buscara encender una chispa de intriga sobre la psicología de la protagonista. Algo semejante puede percibirse en el tratamiento temporal del montaje: Moreno utiliza la aceleración y la ralentización de la imagen como un modo de extrañar la experiencia de Lola, ¿pero existe una estrategia más agotada que mostrar el paso acelerado de las nubes o los flujos suaves de la marea para retratar una visión subjetiva del tiempo, que se mueve al ritmo individual de la sangre y del cerebro antes que al de la misma naturaleza?
La forma de Azul el mar es la de una poética obscena: la utilización de un imaginario pomposo (los paisajes trascendentales, la mujer solitaria abriéndose paso por la naturaleza muerta, la banda sonora que parece arribar desde una orquesta celestial) montado como si fuera el contra-plano artsy de un videoclip.
Pero el problema de esta poética obscena no se debe sólo a que sus formas estéticas son estereotipadas, sino también a que la mayor parte de ellas parecen gratuitas: sin una lógica que las justifique ni que genere incidencia real sobre la mirada que busca construir la película. Esto es particularmente evidente con otro de los recursos dudosos que emplea el film: la ruptura de continuidad entre ciertos planos, donde la acción narrativa es la misma pero los personajes cambian de vestimenta o de posición mágicamente.
En cierta manera, Azul el mar parece una película escindida como su protagonista. Parte drama meloso de una mujer y su familia. Parte viaje sensorial y sinfónico. Exhibe todo y expresa poco. Vaya paradoja.
* Azul el mar se estrena en el canal Cine.ar el jueves 2 de julio a las 20 hs. Luego podrá verse en la plataforma de streaming Cine Ar Play.
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