Cómo Gilmore Girls salvó y salvará al mundo de la depresión

Gilmore Girls, la serie de Amy Sherman-Palladino, está cerca de cumplir 20 años y resiste al tiempo con su retrato de una tragedia familiar disfrazada de comedia luminosa. Se ve en Netflix.

Ed Impresa 18/04/2020 Iván Zgaib
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Hoy o desde hace 20 años, Gilmore Girls funciona como un espejismo que catapulta a un tiempo mejor o a una vida mejor. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

Si de repente el mundo fuera amenazado por un bicho invisible (de esos que nos obligarían a permanecer encerrados y paranoicos, como en una distopía americana de la Guerra Fría), Gilmore Girls sería la serie que elegiría para soportarlo: una verdadera lección de educación sentimental, nacida de los primeros años del siglo XXI y aprehendida por un grupo de adolescentes lo suficientemente ñoños como para verse seducidos con una historia emocional entre madres e hijas y una chica que sueña ir a Harvard.

Así lo recuerdo personalmente: haber escapado de la escuela, haciendo equilibrio en las veredas llenas de perros sarnosos de un solo ojo, para llegar a casa y ser transportado a ese mundo absurdo de personajes que decían cosas ingeniosas y veloces y que vivían en un pueblo lleno de lunáticos hermosos dedicados a hacer cosas ridículas (como representar la noche anti-heroica en que los fundadores del pueblo hicieron vigilia esperando al enemigo británico que no llegó nunca) pero que en el fondo se ayudaban entre ellos y a toda su comunidad estúpida.

Hoy o desde hace 20 años, Gilmore Girls funciona como un espejismo que catapulta a un tiempo mejor o a una vida mejor (y, en serio, escapar de la ansiedad adolescente no se diferencia mucho de escapar a la ansiedad de cuarentena: ¿va a terminar esto alguna vez? ¿voy a sobrevivir? y todas esas preguntas catastróficas). Pero a pesar del tono luminoso que irradia la serie (la premisa de “una madre y una hija que son mejores amigas”, filmada en colores cálidos que se asemejan a una tarde de otoño), lo que cruje por debajo es inquietante y demoledor.    

Los personajes están arriados por un trauma familiar. Lorelai, una adolescente criada con héroes como Bowie y Blondie, quedó embarazada a los 16 años y abandonó la mansión de sus padres, Emily y Richard, criados con héroes como Eisenhower y todos los descendientes de patriotas americanos que armaban fiestas sociales con canapés de salmón en bandeja. En la serie casi no vemos ese momento germinal (salvo por un flashback horrible, mejor olvidarlo), pero todo lo que sucede está acechado por ello: cuando Lorelai vuelve a hablarle a sus padres, pidiéndoles dinero para que su hija Rory (ahora, de 16 años) pueda ir a una escuela privada, cada palabra y cada silencio está contaminado por el pasado irresuelto.

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Gilmore Girls es una tragedia disfrazada de comedia dulce y ocurrente. En cierta manera, los personajes hablan mucho para tapar la angustia. Emily y Richard están horrorizados con que Rory se desbarranque y vuelva a hundir los sueños de gloria que Lorelai nunca pudo cumplir para el legado familiar. Lorelai teme que Rory pierda la virginidad y en el proceso pierdan su vínculo especial como sus padres la perdieron a ella (o peor aún, teme que Rory cumpla el mandato familiar y la reemplace como la hija que Emily y Richard siempre quisieron). Y Rory tiene una actitud compulsiva por recibir cumplidos, lo cual la deja aplastada bajo las fantasías contradictorias que el resto fabrica en torno a ella.

Lo que hace magistralmente Amy Sherman-Palladino, la creadora de la serie, es hilar aquellos traumas desde un mapeo afectivo ambiguo. Nadie allí termina de decir verdaderamente lo que siente, porque los Gilmore (como Lorelai recrimina una y otra vez) fundaron todos sus vínculos en una manía por evitar las expresiones directas. Entonces no importa tanto lo que se dice, sino lo que se oculta cuando se habla (el talento de Emily: clavar sus tenedores de lujo en el corazón de su hija, mientras la mira con una sonrisa cordial durante la cena).

El resultado es un tejido plagado de dosis iguales de amor y toxicidad: Sherman-Palladino no suele tomar partido por nadie, sino exhibir las grietas entre las distintas generaciones de madres e hijas, los intentos desesperados de todas por encoger esos abismos y la aceptación de que muchas veces simplemente se trata de aprender a vivir con aquellas diferencias.

Eso es lo que logra convertir los hechos más pequeños en escenas de increíble resonancia emocional, como cuando Rory le muestra a su abuela la pequeña cabaña en la que vivieron ella y Lorelai los primeros años. La nieta está feliz y entusiasmada (¡está compartiendo ese pedazo de sus biografías emocionales!), pero Emily lo toma como una ofensa: “¿nos odiabas tanto para llevarte a tu hija ahí? ¿a vivir en un pozo como una desamparada?”, le grita después a Lorelai. Por eso, parte del logro más genuino consiste en despejar cualquier bondad pura: todas las chicas Gilmore son buena gente, pero están rotas y hacen lo que pueden.

A la luz de una cultura obsesionada con los spoilers, Gilmore Girls se destaca por ser, en su propia esencia, una serie anti-spoilers. Prácticamente no hay sorpresa narrativa que se pueda arruinar, porque su destreza no depende de giros ni acciones dramáticas (la pocas veces que se ata a ellas, como cuando inventa la historia de una hija secreta, los resultados son forzados y desastrosos). Lo que importa es cómo se hace carne la relación entre sus protagonistas. Cada conversación delirante que tienen Lorelai y Rory (sobre una vieja película o sobre cómo pueden hacer para llegar a cuatro cenas de Acción de Gracias en una sola noche), es la razón por la cual la serie conserva su vitalidad 20 años más tarde.

Sherman-Palladino ama filmar a sus chicas con travellings que simplemente las siguen por las calles de Stars Hollow. Y además ama desviarse: que la cámara las pierda de vista por unos segundos y dirija su atención a la vida pública del pueblo y a las actividades extravagantes que unen a sus ciudadanos. Cada atisbo de Stars Hollows importa, no solo porque son los momentos más vívidos y creativos de la serie, sino porque también nos informan sobre Lorelai: éste es el lugar al que se mudó cuando escapó de sus padres y éste es el lugar donde encontró una gran familia de la cual por primera vez se sintió parte.

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El hecho que la serie transcurriera durante los años sádicos de Bush la hace todavía más descabellada: el retrato de pueblo pequeño existe únicamente dentro de su propio mundo de ficción, donde todos los ciudadanos parecen pacíficos, donde la desigualdad es prácticamente inexistente y los problemas de convivencia más graves son las peleas por el ruido que hacen las campanas de la Iglesia. Stars Hollow es el hermano ingenuo del Twin Peaks: es romántico, pintoresco, idealizado al extremo, pero ese encanto es el que contrasta con la mansión asfixiante de Emily y Richard. Es la pequeña burbuja donde Lorelai forjó su propia vida, como quiso y con quien quiso.

Podría seguir diciendo 20 cosas (y más) sobre Gilmore Girls, tanto buenas como malas (porque ninguna serie sobrevive ocho temporadas sin rasguños). Pero el epílogo va dedicado a Lauren Graham, la luz que guía a una familia de actores creíbles y queribles. Ella tiene los bordes filosos de Katharine Hepburn mientras habla rápido a causa de una sobredosis de café, la seducción dominante de Julia Roberts mientras posa para la cámara. Su versión de Lorelai es tan magnética que resulta difícil no vitorear todas sus batallas (incluso las menos justificadas, como cuando cruza la delgada línea de la castración con Rory).

Su talento yace en la amplia gama de facetas que le imprime a Lorelai. Puede ser histriónica como si estuviera dando espectáculos a la hora del desayuno. Puede mostrarse solemne como si estuviera en una situación de vida o muerte. Todo recae en sus silencios, sus movimientos en el espacio, los tonos con que manipula su propia voz. Se la puede ver comandando la flota en el hotel donde trabaja y se la puede ver muda mirando el plato en la cena con sus padres (escuchando retos), como si cada vez que entrara a esa casa volviera a ser una adolescente (lo cual es trágico y extremadamente gracioso). En cada temporada ofrece un momento sorpresivo, de descubrimiento. Por eso es difícil resistirse a verla, incluso después de 20 años.

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