Un maldito policía

"Siete años en mayo", del brasilero Affonso Uchoa, compone una mirada sensible y justa para retratar un Brasil sombrío, donde los sectores populares son castigados por la brutalidad policial. El nuevo film puede verse gratis y online en el Festival Márgenes.

Ed Impresa 30/11/2019 Iván Zgaib
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El film dispone de elementos mínimos para poner en escena el salvajismo policial y el padecimiento de los sectores populares en Brasil.

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Especial para La Nueva Mañana

¿Qué sucede con Siete años en mayo? El nuevo film lúgubre de Affonso Uchoa se apaga en 41 minutos dejando la impresión de una simpleza abrumadora: empieza y termina con un juego de policías, pero esas escenas son separadas por un plano de diecisiete minutos (sin corte, sin interrupción alguna) donde Rafael relata cómo su vida se desbarrancó luego de ser perseguido por la cana.

Ahí se teje una cuerda delgada que Uchoa camina con delicadeza. Trama una película conceptual sin faltar a la fuerza afectiva que demanda su protagonista. Organiza una economía de planos sin caer en el vacío o la falta de profundidad. En todo caso, lo que impresiona es su precisión; la manera justa con que dispone de elementos mínimos para poner en escena el salvajismo policial y el padecimiento de los sectores populares en Brasil. El padecimiento, pero también su resistencia; la voluntad de sostenerse en pie y de andar firme entre nubes negras.

Esa sensación de fatalidad acecha a la película. No se evoca sólo con las situaciones angustiantes (unos adolescentes que se hacen pasar por policías y atacan a Rafael), sino con la propia puesta en escena. Las imágenes son difíciles de ver claramente desde el comienzo, cuando el héroe camina por una ruta oscura hasta que la espesura de las sombras lo devora. El clima de perdición se concentra ahí mismo; en un terreno desolado, en el aspecto frío y bestial de una arquitectura fabril, en la fogata que arroja una luz frágil sobre la mirada cristalina de dos amigos. “Estamos rodeados de gente muerta”, dice uno de ellos, “Y (esa pila) es tan alta que tapó el cielo. Por eso el mundo es tan oscuro”.

¿Cómo filmar la sensación de destino amargo si no es así, valiéndose de rostros que persisten a una luz en peligro de extinción, de rostros amenazados con ser borrados, apagados, sofocados? Rostros, en fin, que se niegan a esfumarse por completo. No en vano la pieza central del film tiene asidero en una cara: un plano extenso sostenido en las facciones de Rafael, en sus breves silencios, en su voz rasposa; todos elementos que conjuran una atmósfera de tristeza.

Las implicancias que se desprenden son diversas. La más evidente puede leerse como un gesto que funde estética y política de manera consciente. Si la policía no quiso escuchar a Rafael, si los oficiales brutos eligieron palos y tortura antes que empatía, Uchoa decide componer su reverso. El cine crea un espacio negado: el del plano, el de la posibilidad de exponer un rostro a lo largo del tiempo, el de ubicar en primer plano un cuerpo castigado y un relato silenciado. La decisión formal, aparentemente sencilla, crea además una condición de recepción particular. Los espectadores somos invocados a asumir una actitud abierta, de atención al otro. En otras palabras, se habilita un modo de ver y escuchar que es anti-policíaco.

Allí no importa sólo el acto de “hacer visible” una parcela del mundo, sino el modo adecuado de aproximarse a ella: cómo filmar al otro, cómo registrar a los pueblos que no son únicamente tapados, sino que incluso cuando se los muestra resultan bastardeados. Esta preocupación toma cuerpo en Siete años en mayo y resuena como un eco proveniente de la filmografía entera de Uchoa  (especialmente A Vizinhança do Tigre y Arabia).

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Algo de eso verbalizaba el mismo director hace unos años, a raíz del estreno de su film previo: “A mí me incomodan mucho las representaciones de los pobres brasileños que hacen films como Cidade de deus y Tropa de Elite. En esos films la favela es siempre un lugar de degradación social y moral, donde reina la violencia y la crueldad. Tengo verdadero rechazo a quienes representan la favela o los lugares pobres como cuadriláteros de lucha rodeados de miseria, donde las personas necesitan comportarse de manera casi animalesca para sobrevivir”.

  Por eso resulta notable el giro que propone la escena más larga del film. Después de diecisiete minutos donde Rafael parece estar hablando solo, el contraplano muestra que a su lado siempre hubo un amigo escuchando. Esa expansión del campo visual no representa un mero golpe de efecto. Es un gesto afectivo: reconoce que, incluso en aquella tierra arrasada, sigue habiendo un otro, una compañía, alguien que acarrea la misma pesadumbre. Son dos amigos reunidos en un campamento melancólico, recordando que sus sueños quebrados son los de una población entera.

Si hay miseria y brutalidad en el film, corresponde a la figura de los policías. Tanto el inicio como el final rebotan entre sí de modo irónico y alegórico: un cana queda emparentado a unos pibes que juegan a ser escuadrones de la fuerza represiva. Pero el juego del policía matón tiene lugar desde la cancha del poder; desde la comodidad cobarde de aquel que ostenta balas impunes. Por eso, la escena final (algo retorcida, algo extraña) abre una despedida incómoda. La pila de muertos que tapan el cielo, después de todo, se acumuló por un juego de niños perversos.

Siete años en mayo puede verse de forma gratuita y online en la Sección Oficial del Festival Márgenes (disponible hasta el 8 de diciembre) 

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