Versiones // Un Ícaro de plomo
El 3 de mayo de 1937, el Hindenburg partió de Francfort hacia EEUU. Bastó una chispa de corriente estática generada por una tormenta para que se produjera uno de los accidentes más impactantes de la historia.
No sabemos con exactitud cuándo nació en el ser humano el deseo de volar. No obstante, podemos ver que, hace algunos miles de años, los antiguos griegos expresaron ese deseo a través del mito de Dédalo, el gran artesano ateniense “al que todos admiraban por su increíble capacidad de construir con las manos cualquier cosa que imaginara con la inteligencia”. A Dédalo se lo conoce por dos grandes obras: el laberinto del Minotauro y unas alas artificiales “perfectamente trenzadas con plumas de ave adherida a una estructura de madera dotada de meticulosos engranajes”. Cuenta la historia que, cuando el rey Minos condenó a Dédalo y a su hijo Ícaro a perderse en el laberinto que él mismo había construido, utilizaron esas alas para escapar de allí. De otra forma hubiera sido imposible, pues el talento del artesano había hecho de esa construcción una trampa infranqueable. “¡No te acerques demasiado al sol!” fue la orden que Dédalo dio a su hijo mientras volaban juntos, pero Ícaro escuchó esas palabras sin prestarles atención. La sensación de poder, de dominar los aires, de domesticar a los vientos obnubiló su razón e hizo que el joven volara cada vez más alto, hasta que el calor del sol derritió la cera que amalgamaba las alas y cayó en picada para morir estrellado contra el mar.
Tal vez, si Keith Moon, baterista de The Who, hubiera conocido esta leyenda, otro sería el nombre de una de las bandas más emblemáticas de la historia del rock. En cambio, lo primero que se le ocurrió en aquel ensayo de finales de la década de 1960, fue decirle a Jimmy Page que la banda que estaban conformando fracasaría y caería “como un Zeppelin de plomo”, es decir como un “Lead Zeppelin”, que finalmente mutó a Led Zeppelin.
El conde Ferdinand Adolf August Heinrich Graf von Zeppelin (Ferdi, para los amigos), fue un empresario e inventor alemán de cuna noble, que fundó una compañía de dirigibles a finales del siglo XIX, por lo que su nombre quedó asociado a este tipo de artefactos. En realidad, él no inventó los dirigibles y, menos aún, las cosas inflables que vuelan, es decir, los aerostatos, categoría que también abarca a los globos. Se llaman aerostáticos, justamente, porque funcionan bajo los principios que rigen a los gases cuando no están en movimientos, al contrario de los aviones que funcionan bajo los principios de los gases en movimiento, es decir, bajo principios aerodinámicos.
Los primeros en poner personas en globos fueron los franceses, a finales del siglo XVIII. Se dice que una noche, los hermanos Joseph y Jacques Montgolfier, mientras jugaban con unas bolsas de papel junto a una fogata, observaron cómo se elevaban si se las ponía sobre el fuego. En 1783 hicieron una demostración pública con una bolsa de lino forrada de papel de 11 metros de diámetro. Recorrió 2 kilómetros y alcanzó unos 2000 metros de altura. Como el experimento salió bien, le agregaron una canasta en la que pusieron una oveja, un pato y un gallo. Como no murieron (no se sabía muy bien qué efectos causaba la altura en los seres vivos), el rey Luis XVI dio su permiso para poner tripulantes humanos, lo que se hizo el 21 de noviembre de 1783, en un vuelo que duró 25 minutos a 100 metros de altura sobre París, a lo largo de 9 kilómetros.
Apenas unos años antes, se habían descubierto las propiedades del hidrógeno, lo que hizo que ese gas reemplazara el aire caliente, y así evitar la incomodidad de tener que andar con fuego en el aire. Los primeros vuelos con hidrógeno se hicieron en 1783 y un año después se logró cruzar el Canal de la Mancha en globo. El hidrógeno solucionó algunos problemas y sentó las bases del dirigible. Se cerró el recipiente lleno de gas, se le dio una forma alargada para maniobrarlo mejor, y hacia mediados del siglo XIX se comenzaron a experimentar con motores para impulsarlo. Teniendo en cuenta que los motores de esa época eran enormes máquinas de vapor, hubo que esperar a que se desarrollaran los motores eléctricos y, luego, los motores a combustión interna, que motorizaron a los dirigibles de manera más eficiente. A finales de la década de 1880 ya se habían probado varios dirigibles motorizados, pero aún era un artefacto incómodo debido a lo inestable y deformable que es una bolsa llena de hidrógeno.
Es entonces cuando aparece nuestro amigo Ferdi Zeppelin, quien comenzó a promover los dirigibles rígidos, con un compartimento debajo donde iba la tripulación y el motor. En el verano de 1900 puso a volar el primero de una larga serie. A partir de ese momento, los dirigibles rígidos tuvieron una expansión espectacular. Se usaron mucho en la Primera Guerra Mundial y pronto comenzaron a realizar viajes transcontinentales.
Sin embargo, se sabe que todo lo que sube tiene que bajar. A mediados de 1930 se diseñó en Alemania un dirigible tipo zeppelin, que aún continúa siendo una de las aeronaves más grandes jamás construidas. En honor al presidente de Alemania se lo bautizó Hindenburg. Tenía 245 metros de largo (el equivalente a dos canchas de fútbol) y 41 metros de diámetro. El 3 de mayo de 1937, el Hindenburg partió de la ciudad alemana de Fráncfort con el objetivo de aterrizar tres días después en la Estación Aeronaval de Lakehurst, en los Estados Unidos. Era un enorme balón de futbol americano repleto de hidrógeno. Este gas es el más liviano que existe, pero mezclado con aire es tremendamente explosivo. Bastó apenas una pequeña chispa de corriente estática provocada por una tormenta eléctrica, para que se produjera uno de los accidentes aéreos más impactantes de toda la historia, cuyas imágenes aún hoy consiguen estremecer, exactamente ochenta años después. La foto de este desastre, desde luego, ilustra la tapa del primer disco que Led Zeppelin publicó el 12 de enero de 1969.
Desde que las primeras llamas comenzaron a consumir el Hindenburg hasta que la proa tocó el suelo, solo pasaron de 32 segundos. Murieron 35 de las 97 personas a bordo pero, además, murió el sueño de los que apostaron al dirigible como el nuevo rey de las alturas. La sensación de poder, de dominar los aires, de domesticar a los vientos obnubiló su razón. Finalmente, el Hindenburg cayó como un Ícaro de plomo.
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