Los ángeles no tienen sexo

El Ángel, el nuevo éxito de la taquilla argentina dirigido por Luis Ortega, se aleja de las explicaciones psicológicas lineales para esbozar un retrato complejo del asesino serial Carlos Robledo Puch. El homicida es interpretado por Lorenzo Ferro.

Cultura23/08/2018 Iván Zgaib
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Por: Iván Zgaib - Especial para La Nueva Mañana

“Hay fuego en su mirada”: los chicos de La Joven Guardia lo cantaron en tono agridulce, como si anticiparan una angustia oculta al calor del placer. Casi cuarenta años más tarde, ese poema pop sesentoso viaja en el tiempo para habitar cómodamente el universo de El Ángel; no sólo como una melodía brillante que decora su paisaje de sonidos, sino como uno de los principios dramáticos sobre los cuales se sostiene la película.

Ahí está, el verdadero fuego del éxito que enciende la taquilla argentina: entre la mirada incisiva del director Luis Ortega y la pulsión irreverente de Lorenzo Ferro, un pibe que no era actor pero que parece haber nacido para la cámara. Está en sus ojos y está en su piel. El protagonista de El Ángel es una verdadera estrella porque la película parece acomodarse a su presencia. Ahí, la lucidez del director. Deformar una historia genérica de crímenes en un retrato donde el cuerpo y la mirada de Ferro son territorios de narración.

Carlitos Robledo Puch, el asesino adolescente que sacudió a la Argentina en los ‘70, no es un personaje reducido al guión literario de este film. Si bien la narración avanza con una serie de robos que lo van convirtiendo en un criminal experto, la película se hace carne en Ferro.

Cuando Ortega le dedica primeros planos, el pibe tuerce la boca en una sonrisa pícara; en ese sólo gesto condensa la inocencia juguetona de un niño y la perversidad de un adulto manipulador. Si la cámara se acerca al actor, será para captar las facciones delicadas que le dan un aspecto juvenil, pero al mismo tiempo descubrirá en sus ojos una seguridad desmesurada: Puch mira a los otros de costado, como un canchero que se cree superior. En esta zona de claroscuros, el director usa el cuerpo andrógino de Ferro para retratarlo a través de valores que parecen contradictorios. La inocencia y la perversidad, la ternura y la manipulación, la niñez y la edad adulta. En un momento puede ser un cubo de hielo que no se deshace ni con la sangre caliente de su víctima y al rato puede estar consolando a su enamorado en un gesto dulce y seductor.

¿Y qué decir de los labios pulposos de Ferro? Son el epicentro de aquella composición. La puesta en escena se adapta a ellos cada vez que los registra en detalle, como sucede en el plano donde Mercedes Morán le aprieta la boca con sus dedos. Ahí, el tamaño desmesurado de la imagen hace que los labios se vean gigantes: esa es la fotogenia con la cual El Ángel adquiere espesor. No se trata de que Ferro salga lindo frente a cámara, sino de que el cine lo hace ver de una manera en que nuestros ojos nunca lo hubieran visto. Labios carnosos, viscosos y agigantados: están lejos de ser una imagen azarosa, porque este film es, en parte, sobre los cuerpos y el deseo.

Aquel costado del relato lo encarnan Puch y Ramón, los dos compañeros del secundario que empiezan a robar juntos. Que el protagonista esté secretamente enamorado de su amigo es un conflicto dramático expresado sin palabras.

Lo que hace Ortega, en cambio, es diseñar la tensión sexual desde las imágenes. En una de las escenas comienza filmando a los personajes a través de encuadres cerrados; el plano detalle de sus manos rozándose crea la ilusión de cierta cercanía, pero la imagen siguiente los muestra desde lejos, rompiendo esa fantasía que nunca se concreta.

Toda la apariencia del film plasma, en cierta manera, este clima de erotismo exacerbado: las luces rojas y azules envuelven a los personajes en una atmósfera donde el placer y el peligro están unidos en un mismo trazo.

Siguiendo estas operaciones, el film de Ortega expone implícitamente una de las luchas que encarnó su generación: el Nuevo Cine Argentino pegó un volantazo en dirección opuesta a las películas alegóricas de los años ‘80.

Muchos de esos cineastas que se iniciaron en el circuito independiente ahora ingresan a la industria para reafirmarlo: el cine no es un mensaje. Es movimiento, destellos de luz, juegos de sombras, experimentos con el tiempo. Por eso, el retrato que hace Ortega evita explicar los actos del asesino. La película tiene algunas escenas redundantes y usos de voces en off que subrayan, pero nunca intenta aleccionarnos. Acá, la visión sobre el personaje no es romántica, ni tampoco condenatoria. Es un fresco de gestos tan ambivalentes que desconciertan la interpretación de cualquier espectador.

A medida que el film avanza, Puch expresa un delirio por transgredir la propiedad privada, por perfeccionar el arte del robo y por matar cada vez que lo cree necesario. Esa fascinación tiene un contrapunto narrativo: sus padres de clase media, tradicionales, políticamente correctos y aburridos.

La vida marginal del protagonista sugiere una vía de escape a ese nido familiar lleno de certezas. Pero acá Ortega marca una paradoja. Aún empujando todos los límites y habitando los márgenes de la sociedad, Puch no puede responder a su deseo más profundo. La fantasía erótica con Ramón queda trunca. No resulta casual que uno de los gags reiterativos del film sea que el protagonista dispara el arma de manera impulsiva, como en un acto de incontinencia. Se le escapan los tiros con la misma precocidad que se excita un adolescente.

Entonces, la observación que propone El Ángel también tiene que ver con el entorno de Puch. Sus padres son algo mojigatos y los de Ramón unos desvergonzados. Los milicos aparecen como unos brutos violentos que empiezan a tomar el país. Y los medios, baboseándose con esta historia morbosa, arriesgan análisis absurdos.

Dicen que los actos criminales podrían estar vinculados a la “desviación sexual” del chico. Así, el ángel se espeja en un país tan contradictorio como él: reprimido y represivo. ¿Quiere esto decir que Puch mata gente porque es gay y no lo dejan ser libre? No. Por suerte, la película de Ortega se escapa a los manuales de guión y de psicología barata. Acá no hay linealidad, sino elementos dramáticos y estéticos que se disparan en múltiples sentidos. Como diría el lema pop de La Joven Guardia: “Inútil es que trates de entender / o interpretar quizás sus actos / él es un rey extraño”. Su país también.

  

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