El Diego que merecemos

Él jugaba; amagaba y rompía rodillas; aceleraba y desparramaba adversarios como si fueran muñecos. La naturaleza de su juego lo situaba en un espacio de permanente desafío a la física, porque hacía lo que para los otros era imposible

Deportes 30/10/2017 Eduardo Eschoyez
Diego-Maradona-1986

Curiosas, las lecciones de fútbol y de vida que aprendimos con Diego Maradona. Un día le clavó un golazo sublime de tiro libre a Juventus y los periodistas salimos a montar su destreza sobre alguna metáfora de oferta. La encontramos: su Nápoli, la composición deportiva del postergado entorno social del sur italiano, le había mojado la oreja el norte rico y pedante que representaba la “Juve”.
Difícilmente Diego hubiera encontrado las palabras para construir ese cuadro de situación porque esa vez, como en otras oportunidades, posiblemente no sabía bien lo que hacía. O no sabía cómo contextualizaban los otros lo que él producía con su arte de pantalones cortos. Porque lo que mejor hacía era jugar al fútbol y su placer, puro, transparente y con una alta dosis de ingenuidad, era enamorarse de la pelota.
El negocio ya había crecido en su entorno sin pedirle permiso, con una atmósfera que se encargó de esconder los síntomas de lo que generaba. A esa altura, él ya era una marca registrada que convertía en oro todo lo que tocaba. Pero donde más seguro se sentía, donde hallaba la contención más amplia, era en la cancha para vivir su relación de amor con la pelota.


Él jugaba; amagaba y rompía rodillas; aceleraba y desparramaba adversarios como si fueran muñecos. La naturaleza de su juego lo situaba en un espacio de permanente desafío a la física, porque hacía lo que para los otros era imposible. Su voracidad nacía y explotaba a partir de la necesidad de ganarles a los adversarios. Afuera ocurrían cosas de las que se enteraba (y lo arrastraban) más tarde.
Si para ganarle a rivales generalmente más poderosos, debía moverse como si fuera de goma, pues lo hacía. Optimizaba sus herramientas desde su laboratorio de potrero: habilidad, visión, claridad, clase, guapeza, elegancia, liderazgo desde la acción, técnica mágica, convicción, ánimo para convivir con rivales que querían partirlo al medio...


Por eso, aquella vez el destino no lo encontró seducido por las estrategias de guerra ni de reivindicación popular, sino pensando en resolver un problema de juego: pasar la pelota por arriba de la barrera, aunque no había distancia suficiente para que luego bajara y se metiera. El fútbol, como dinámica de lo impensado, diría Dante Panzeri en su libro. El arquero y los defensores de Juventus se acomodaron esperando el pase interior o el centro, y lo miraban de reojo porque “¿desde ahí? Imposible que le pegue al arco; no hay manera de que la pelota supere la barrera y baje”.
Por supuesto: Diego lo hizo. Se la jugaron cortita; acarició la pelota con un contacto mínimo para darle un efecto máximo. Metió y sacó el pie en una fracción de segundo, como si fuera el ataque de una cobra. Fue un súpergol, una obra maestra, que posibilitó el triunfo 1-0 de Nápoli sobre Juventus. En todo lo demás, Diego no tuvo nada que ver. Él hizo sólo un gol maravilloso, que la gente celebró una semana completa porque atrás del fútbol y mucho más profundo que la estadística, como siempre, había una historia que conmovía desde el alma.


Porfiado y cabezón, al otro año, el Diego desparramó ingleses como loco en México y condujo a Argentina a un triunfo histórico sobre los invasores piratas y vaya a saber cuántas cosas más…
Tanto se lo dijeron, que Maradona un día comprobó que había empezado a quitarle el foco a la cancha para prestarle atención a algo que le venía taladrando la cabeza desde que saltó de Argentinos Juniors a Boca: un tipo tan capaz de liderar en el consenso como en la rebeldía para determinar el rumbo de la historia, no podía conformarse con ser un futbolista. Sólo un futbolista. Apenas un futbolista.
Al Diego lo empujamos. Le apagamos la luz y lo condenamos a un laberinto donde todo el mundo le exige perfección. Le quitamos derechos, incluso el de asumirse un mortal como cualquiera, para llenarlo de obligaciones. Supimos rápidamente que se sentía mucho más cómodo imaginando jugadas imposibles que compartiendo sus pensamientos, pero no le tuvimos piedad y le dijimos lo contrario. Lo expusimos. Lo provocamos hasta que se hizo adicto a la notoriedad y él lo creyó: lo contaminamos con la enfermedad de la importancia, que le hace creer que su opinión es fundamental para el día a día de las instituciones del país.

Si vale la analogía, recuerda al caso del boxeador que se entrena con estímulos animales. Sólo piensa en destruir al rival, en masacrarlo, en arrancarle la cabeza de un trompadón… Pero después, cuando baja del ring, esperamos que se comporte como un señorito y tome el té alzando el dedo meñique.

Diego Maradona es lo que merecemos porque lo modelamos así. No le dejamos opción. Le arrancamos su visión del mundo para elevarlo a la condición de dios. Invertimos energía en presionarlo y marcarle un camino de aplauso a repetición, que terminó siendo su condena: si es una persona que no reconoce los límites, es porque le ayudamos a borrarlos o directamente le hicimos ver que no los había, como si el campo de juego fuera mucho más allá del pasto. Lo hicimos a nuestra imagen y semejanza, hasta que él mismo se dejó llevar seducido por el privilegio de tener siempre la razón.

Al Diego ni siquiera lo dejamos descansar…. Ya agotado el jugador y vacío de ideas el entrenador, le pedimos que nos dé motivos para discutir. Seguimos confrontando, entre quienes defienden al Diego que fue generoso desde la cancha con la patria futbolera y el Maradona grasa que resta cada vez que dice algo. Lo mantenemos activo abriéndole la puerta de todos los temas.
Lo confinamos a un ámbito que lo pasea entre la veneración y la (in)tolerancia; entre la opinión infaltable y el silencio que es salud; entre sus contradicciones y la lupa que lo sigue hasta cuando toma dos vinos. Entre el delirio de sus editoriales y la necesidad de que no se exponga tanto…

Eso es él. Un compilado de sueños ajenos. Si hay algo que podemos regalarle en su cumpleaños, es apagar los micrófonos, ignorar sus tuits y dejarlo tranquilo. Con su vida y sus decisiones; con su familia y sus pasiones. Lo mejor que podemos hacer por él devolverle el anonimato, aunque él, a esta altura, sienta que ya no lo necesita.

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