Fábula de frikis para ver en pandemia

El Cineclub La Quimera rescató "Housekeeping": una película olvidada donde las protagonistas se rebelan contra las buenas costumbres. La película puede verse por streaming hasta esta noche.

Ed Impresa 04/09/2020 Iván Zgaib
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Housekeeping es, abrumadora y cálida, transparente sin perder cierto aura de misterio, crudamente cotidiana pero también mágica. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

Ni la ola pandémica detiene a los soñadores del Cineclub La Quimera: ellos siguen la peripecia de rescatar films perdidos, como esta vieja fábula que filmó Bill Forsyth en 1987.

Que Housekeeping se haya convertido en una película olvidada es más o menos extraño. Pero, mirándola bien, Housekeeping es una película en la que todo parece más o menos. Sus estados son ambiguos, como una laguna de cristal donde podrías patinar felizmente con tu hermana, pero también, donde tu abuelo podría hundirse hasta volverse una momia escarchada. Housekeeping es así, más o menos contradictoria: abrumadora y cálida, transparente sin perder cierto aura de misterio, crudamente cotidiana pero también mágica (como si una fuerza oculta estuviera crepitando bajo la corteza áspera del día).

La presentación de Lucille y Ruthie, dos niñas que cuentan caballos en la ruta mientras su madre planea suicidarse, une las protagonistas a una larga tradición de huérfanos: Oliver Twist, Tom Sawyer, Cenicienta, la niña de los fósforos. Y el tono del film también cubre esa orfandad con un halo de cuento de hadas. Las dos hermanas juegan a las cartas bajo la luz quebradiza de la luna, mientras piensan quién podrá hacerse cargo de ellas, pero su desamparo está rodeado por un encanto quimérico. Una vieja casa subterránea, un tren fantasma hundido en el lago, una tribu de niños que vive en el bosque.

La orfandad es una figura tan universal (en el fondo, de dos niñas luchando por sentirse parte) que la película no hubiera quedado fuera de lugar en la televisión abierta a fines de los ‘80. Y aun así, esa universalidad está siempre al borde del colapso. Cuando la tía Sylvie vuelve al pueblo de Fingerbone, las niñas se alegran por haber encontrado alguien que las cuide, pero ese alivio se extingue como una bocanada de suspiros.

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Sylvie duerme en el banco de la plaza. Camina sin botas por los charcos helados del pueblo. Se sienta a contemplar la oscuridad de la cocina.  La salvación de Lucille y Ruthie está lejos de la figura maternal que ellas esperaban y del modelo que predican las centrales de policía y las iglesias de Fingerbone: Sylvie (una mujer de treinta años sin pareja, sin casa, sin destino claro) es a su propia manera una huérfana; una paria de los manuales de costumbres.

Lo genuino del film no tiene que ver necesariamente con esa excentricidad de la tía, sino con la convicción para presentar una mirada excéntrica. Forsyth nunca domestica la rareza de Sylvie. No la edulcora ni la embellece, y es por eso que nuestra identificación tampoco es directa. El punto de vista es más complejo: oscila y se transforma a medida que avanza la película. Sylvie parece indescifrable cuando deambula por las calles del pueblo y olvida a sus sobrinas. Más tarde, se vuelve frágil y cercana: la vemos acorralada contra la mesa, mientras Lucille la atormenta con un interrogatorio sobre el esposo que no ve hace años y  los hijos que nunca tuvo.

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En cierto punto, los hábitos insólitos de Sylvie hablan tanto de ella como de las personas que gravitan alrededor suyo: el deseo de Ruthie de huir de la escuela para internarse en las orillas del lago (junto a los vagabundos que tienden su ropa andrajosa al aire libre), o la dedicación de Lucille por cocer sus propios vestidos para salir a tomar Coca-Cola con amigas. Ambas entran en tensión con la vida social.

 Pero allí, también, acecha el fantasma de la madre: una mujer a la que acompañamos en sus últimos minutos de vida, cuando contempla emocionada las montañas antes de lanzarse por un precipicio. Nunca hay una explicación psicológica sobre aquel suicidio, pero funciona como una estela. Es un malestar compartido; la dificultad de funcionar en el mundo, heredada de generación en generación, sin importar la edad de las mujeres.

El hecho de que Sylvie se deslumbre con objetos banales como aspiradoras o televisores no es algo trivial. Que la historia transcurra en los años ‘50 tampoco. Todos esos artefactos celebrados por el festival del consumo hacen a una época: el mito de la cultura estadounidense y una forma de vida a la que Sylvie se siente ajena. Cuando ella mira esos objetos, fascinada, nos hace mirarlos desde una óptica invertida: no como algo que queremos consumir, sino como piezas tan extrañas que parecen ridículas (casi salidas de otro planeta). Lo mismo sucede en la escena donde un diluvio empantana la casa; Sylvie sigue preparando el desayuno, chapoteando por los pasillos, bailando mientras las sillas y los álbumes familiares flotan sobre el agua podrida.

Esa es la tarea milimétrica que sigue Forsyth. Tuerce la mirada sobre los objetos de valor, sobre el sentido común, sobre los modales que repetimos hasta que se nos seca la boca. El mundo material tiene su propio contra-campo en los paisajes naturales, un protagonista más de la película. Allí, donde la madre de las niñas muere, donde el abuelo se accidenta, donde Ruthie encuentra refugio de la escuela. Para esta película plebeya, ese es el espacio de promesas. Una plegaria: que otro mundo, por favor, también sea posible.

Housekeeping se vio en el streaming del Cineclub La Quimera. La película permanecerá disponible hasta la noche del viernes 4/9 y el próximo jueves se transmitirá otro film a las 20:30 hs. 
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