Nacido en llamas, Adirley Queirós

¿Quién es el director que filma a los negros marginados de Brasil como héroes meteóricos de luchas distópicas? Su último film, Era uma vez Brasilia, se verá por el streaming gratis del Cineclub La Quimera.

Ed Impresa08/08/2020 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

En 2014, un coro de bullicios serpenteaba por las alfombras arenosas de la ciudad: ¡Adirley Queirós! ¡Adirley Queirós! ¡Adirley Queirós!. Todos los chicos y todas las chicas que aterrizaban en el Festival de Mar del Plata repetían ese nombre, mezcla de mantra-religioso y mensaje-secreto filtrado por una radio pirata. Algún curioso quiso saber de quién se trataba. ¿Quién era ese director brasileño que acababa de filmar una fantasía política donde los negros se alzaban desde los escombros de la ciudad, listos para formar un escuadrón rebelde que reclamara su lugar en la historia?

La vida de Adirley Queirós podría contarse como la vida en una ciudad. Cuando nació, en 1970, el país celebraba diez años desde que Juscelino Kubitschek y su séquito de arquitectos inauguraron Brasilia como la quimera del futuro: una ciudad con ánimos de armonía social, engendrada para que sus residentes respiraran aire puro entre edificios con forma de platos voladores y tostadoras eléctricas. Había un lago para combatir la sequedad del clima y supercuadras parquizadas para que los padres pudieran soltar a sus hijos sin miedo a que fueran atropellados por conductores borrachos o distraídos. El suelo era un derecho de las personas (al menos, en los planos del arquitecto).

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Era uma vez Brasilia puede verse en la plataforma MUBI. También se verá gratis en el streaming del Cineclub La Quimera (fecha a confirmarse en sus redes sociales).

Antes que Adirley cumpliera un año, Brasilia rebalsaba la franja de los 500 mil pobladores y los dictadores imaginaron su propia utopía urbana: poner en marcha la C.E.I (siglas llamativas, casi distópicas, para decir más rápido: “Campaña-de-Erradicación-de-las-Invasiones”). Los usurpadores fueron identificados con vista de halcón: empleadas domésticas, porteros y obreros que habían levantado sus propias viviendas en los bordes de la ciudad. Todos fueron arrastrados por una flota de camiones militares; arrancados de sus casas como los médicos extirpan tumores para devolver el cuerpo a su funcionamiento. El destino fue lejos, sin agua ni electricidad.

A 30 km de Brasília nació Ceilândia. Adirley creció ahí desde los tres años. A los catorce se convirtió en jugador de fútbol profesional. A los veinticuatro se lesionó. A los veinticinco compró un libro de trigonometría y convirtió su cuarto en una aula para dar clases privadas. A los treinta comenzó a atender el mostrador de recepción en la Secretaría de Salud de Brasilia. Por esa época, fruto de los trayectos en colectivo que debía hacer para llegar hasta la oficina, vio su ciudad con nuevos ojos: “Ceilândia es un espejo quebrado de Brasília”, diría más tarde, “Ceilândia es la ahijada y Brasília es la madrastra. Una madrastra que la maltrata”.

Al filo del nuevo siglo, mientras Lula Da Silva se convertía en el primer obrero en ocupar el sillón presidencial, el cine no estaba en los planes de Adirley. Otro giro volvió a ocurrir cuando se movía por la ciudad, un lunes a las diez de la mañana camino al trabajo: la imagen fulgurante, semejante a un sueño o una película, de las estudiantes del Departamento de Comunicación tomando sol y fumando como ninfas en los parques de la Universidad. “Mierda, estoy como para seguir ese camino”, pensó. Y así comenzó a estudiar.

La pulsión popular, combustible de sus recuerdos juveniles, seguía ardiendo cuando filmó sus propias películas. En los primeros cortos ya aparecían las marcas vitales: el rap y la música callejera. Después, cuando buscó hacer su ópera prima, las imágenes resquebrajadas de la ciudad se convirtieron en su brújula estética. Aplicó a un concurso estatal para conmemorar los cincuenta años de Brasília, pero evitó ovacionar la arquitectura fálica con la que se pavoneaban los guías turísticos. Pasó horas, días y meses encerrado en una biblioteca, hasta que entendió que su película sería diferente. Debía renunciar al didactismo para abrirse a la invención,  dejar los libros para entregarse a  los callejones sucios de la periferia: filmaría la Historia con los pies desde Ceilândia. Codo a codo, con sus amigos y vecinos.

Después de estrenar A Cidade é Uma Só?, Adirley quiso seguir rascando la memoria del pueblo. Recordó una noche sombría en que la policía pateó las puertas del boliche, empujó a los blancos afuera y molió a palos a los negros de adentro, hasta que su amigo Marquim quedó en silla de ruedas. Nunca más sintió la sangre de sus piernas hirviendo al calor del boogie-woogie. Pero el amigo le dijo que no, qué para qué iba a filmar eso: “Yo no quiero hablar de mi realidad”, le recriminó,  “¿Ustedes no hacen cine? En el cine se vuela y se dan tiros. Yo quiero volar y quiero disparar, pero no quiero hablar de mí.” 

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Toda la película fue hecha para quemar un auto, dijo. Un auto en llamas, derritiéndose como una vela. Era un fin de ciclo: para su cine, para la historia de su ciudad y la del país entero.

Adirley escuchó. En Branco Sai, Preto Fica, Marquim recordaba el episodio traumático que lo dejó inválido, pero también se organizaba para atacar el Congreso. Era su propio gesto de venganza. La película no lo victimizaba, no lo miraba con piedad tranquilizadora ni le arrebataba sus recuerdos. Al contrario, el cine se convertía en una ofrenda: creaba un espacio fantasioso donde la propia catarsis de Marquim (una que era personal, pero también colectiva) podía estallar por los aires de Ceilândia.

Los castigados de Brasil, los de la década del ‘70 y los del siglo XXI, no eran sólo víctimas: también eran héroes. Héroes meteóricos de acción, rodeados de puestas de luces azuloides y accesorios extraños como silbatos en forma de calaveras, listos para hacer sonar su canción redentora sobre la Historia de la cual intentaron ser borrados.

En Era uma vez Brasilia, la película siguiente de Adirley, un viajero intergaláctico estrellaba su nave mientras los monstruos de la derecha vitoreaban el golpe a Dilma Rousseff. Cubierto de un traje de látex, escupiendo humo de su cigarrillo y sosteniendo una escopeta, el héroe de Adirley parecía una reversión local de Kurt Russell en Escape de Nueva York: más embroncado, más roto pero también más vulnerable. Era un ex-convicto, como la mayor parte de los actores en esa película. “En Ceilândia siempre pasamos mucho tiempo hablando, horas y horas, porque no hay mucho que hacer”, explicó Adirley, “Es bailar, beber, jugar a la pelota y hablar. Y siempre en las conversaciones nocturnas alguien recuerda: ‘Ah, cuando yo estaba en la cárcel…’".

Durante tres meses, Adirley y su equipo se encerraron en un taller mecánico para empujar y sacudir un auto destartalado que habían hecho pasar por nave espacial. El mecánico que los observaba de lejos se entusiasmó y empezó a trabajar en la película. Filmaron hasta las cinco de la mañana a un hombre que volaba desde el espacio. Atravesaba las capas de la historia (del futuro extraterrestre a nuestro presente desencantado), pero la paradoja era que se veía como si estuviera inmovilizado, todavía preso.

La última película de Adirley está acechada por aquella poética de sombras. Siempre taciturna, mira los espacios abiertos como si fueran celdas claustrofóbicas. Sus criaturas se mueven bajo el gobierno de la luna. Intentan luchar, pero el triunfo no está asegurado. El régimen de Temer (antesala de la pesadilla bolsonarista en curso) se incorpora al film con un aliento de perdición. “El tiempo pasa y la noche llega, la noche que nunca acaba”, diría Adirley, “Después del golpe, la noche nunca ha acabado para nosotros.”

Toda la película fue hecha para quemar un auto, dijo. Un auto en llamas, derritiéndose como una vela. Era un fin de ciclo: para su cine, para la historia de su ciudad y la del país entero.

El plano final, el de sus héroes y heroínas mirando a cámara, es una imágen tomando forma de pregunta. Qué será de Brasil, qué será de Adirley, qué será de su cine. ¿Volverá, como sus ángeles caídos del espacio, a mostrarnos el futuro?

* Era uma vez Brasilia puede verse en la plataforma MUBI. También se verá gratis en el streaming del Cineclub La Quimera (fecha a confirmarse en sus redes sociales).

 

 

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