Deportes Eduardo Eschoyez 18/06/2018

El fútbol manda

En un país que nos define a través de la pasión y nos refleja en ella, volvimos a alistarnos en el ejército de hinchas que condicionan su vida, por algunas semanas, a todo lo que ocurra adentro de una cancha.

Por: Eduardo Eschoyez - Especial La Nueva Mañana

Cualquier historia con final épico podría mostrarlo como testimonio de valentía y decisión: el tipo ingresa a la estación de servicio porque ha tomado la decisión de llenar el tanque de su auto. Cuando comprende que los aplausos sólo brotan en su imaginación, advierte que nadie lo atiende. Se acomoda la bufanda, cierra la campera y mira ansioso a los costados… y nada. Mira atrás de los surtidores, como estudiando el espacio antes de patear un tiro libre. Nada. ¿No hay nadie? ¿Estará cerrado? De pronto, alcanza a ver que los muchachos de uniforme azul, que se encargan de expender el combustible, están adentro del bar. “Maestro, estamos viendo el partido. ¿Puede venir en el entretiempo?”, le gritó uno a la distancia.

Dos cuadras más allá, la chica que atiende la panadería luce una camiseta argentina, y en su espalda la palabra “Messi”, tan artesanal como los criollos que vende. “¿Un cuartito de hojaldrados? Dale, pero aguantá que tenemos un córner…”. Lo mismo pasó con el que vendía pan casero. La marmolería del Gringo. La concesionaria de autos. El almacén de Huguito. La verdulería de Alfredo. La peluquería de Irma. El lavadero de los morochos de la vuelta. Y el petiso que vende artículos de limpieza. “Atención resentida por Mundial”.
El fútbol (nos) manda. En un país que nos define a través de la pasión y nos refleja en ella, volvimos a alistarnos en el ejército de hinchas que condicionan su vida, por algunas semanas, a todo lo que ocurra adentro de una cancha.

Es difícil que aceptemos trabajar una hora extra “a beneficio del país”, pero sí nos sinceramos dispuestos a dejar que el fútbol nos gobierne. Entonces, si juega Argentina no se trabaja.

Esta ruleta de estados emotivos límites vuelve a sacarnos lo mejor y lo peor. La alegría, la intolerancia, el orgullo por el himno, la ofensa, la sensibilidad por los colores y la descalificación, hierven en un caldo de cultivo que espera el final del partido para explotar. Hacia una dirección, y convertirnos en dichosos hinchas de la Selección; u otra, cuando sentimos la legitimidad de tratar de “burros” al entrenador o a los jugadores, porque no son capaces de jugar y alegrar a la tribuna. Todo, en un marco que tiene tanto sustento científico como el destino de una pelota que pega en el palo y puede definir un partido. Y la historia.

Hasta acá, lo que sabemos. Lo que vivimos. Lo que sufrimos. Ni particularmente buenos, ni especialmente malos.

La pregunta que surge es la siguiente: ¿por qué nos transformamos así para los Mundiales?
Un poco locos, ya somos. Pero en un Mundial ese rasgo se profundiza y le metemos celeste y blanco hasta al poncho del perro.

La primera parte de la respuesta tiene que ver con que se trata de una actividad que logra captar y representar nuestra esencia, algo que no se produce con el arte, la música, la religión, la política e incluso otros deportes, al menos en similar magnitud. Porque el fútbol, el famoso opio de los pueblos, genera una sensibilidad exponencial en una Copa del Mundo y nos iguala: ya no se trata de Sampaoli, Higuaín, Boca o River… Es ¡viva la patria!

Al fútbol, le hemos asignado la responsabilidad de hacernos felices. Ya que la plata no alcanza, los impuestos aumentan y trabajamos en lo que podemos, el fútbol es un capital social de fácil acceso y consumo, al que acomodamos en nuestra vida con un valor supremo, porque pone en funcionamiento un proceso de realización individual y grupal, en el que la idea de ganar es factible de concretar. O sea, ganar es posible, al menos una vez en la vida (o cada cuatro años, adentro de una cancha…), aunque cuando apaguemos el tele, la realidad nos pase por arriba. Curiosidad absoluta de nuestro ADN sociológico: alguien puede perder en todo, pero confiará que el fútbol le devuelva la alegría…

Ser los mejores en algo es de una seducción inagotable, porque no tenemos demasiada gimnasia en ese universo. ¿Qué nos provoca orgullo? ¿Acaso un presidente? ¿Un hito democrático? ¿Logros de la ciencia? No señor: le exigimos a un equipo (y a Messi, en particular), que no nos prive del derecho de ser campeones del mundo porque es precisamente nuestro pasaporte a la felicidad.

Después, los que saben nos ayudarán a entender si un pueblo distraído es más fácil de engañar. Hoy, en la patria futbolera, sólo hay cabida para que Argentina gane. Porque a falta de referentes éticos y morales que nos señalen el camino del crecimiento desde otros ámbitos, el fútbol es un patrimonio cultural. Que nos manda y nos hipnotiza. Ahí, definitivamente, todos podemos sentir que somos los mejores.  


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