Cultura Iván Zgaib 20/05/2022

Cineclub Municipal: Hablemos del amor, ¿en general?

Siete ritmos, la ópera prima de Julia Rotondi, se pregunta por las definiciones del amor dentro del clan femenino de su familia. Se proyecta hasta el miércoles.

El procedimiento que ensaya toda la película: exponer al fuego las ideas monumentalizadas sobre las reglas sexuales - y los significados pétreos del mundo afectivo.
El procedimiento que ensaya toda la película: exponer al fuego las ideas monumentalizadas sobre las reglas sexuales - y los significados pétreos del mundo afectivo.

  

Especial para La Nueva Mañana

¿Puede el cine desmontar nuestras vidas sentimentales?; ¿hacernos reconocer, a través de una imagen, la naturaleza construida de las emociones? Este interrogante moviliza a Julia Rotondi en Siete ritmos, la película donde filma dulcemente a las mujeres de su familia y erige un acercamiento generalista a los testimonios en primera persona. 

Cada vez que sienta a sus familiares en una silla y les pregunta sobre el amor, como si las invitara a participar de un confesionario pagano, la directora saca a flote algunos discursos que han logrado asomar la cabeza en el imaginario público del último tiempo. “No sé si existe algo como EL amor”, dice su hermana, lo cual adelanta el procedimiento que ensaya toda la película: exponer al fuego las ideas monumentalizadas sobre las reglas sexuales y los significados pétreos del mundo afectivo; un molde en el cual se ha intentado encajar a las mujeres durante siglos.  

Por eso mismo, Siete ritmos funciona como un síntoma de la cultura contemporánea; algo que no es completamente novedoso, pero que sí la integra a una constelación feminista del cine argentino reciente. Este grupo de films ha recuperado la inclinación por los espacios domésticos, ahora con la intención de repolitizarlos más allá de la superficie plana de las camas matrimoniales y las cocinas resplandecientes. La manera en que Rotondi rebobina sobre archivos familiares, por ejemplo, recuerda ligeramente a Las lindas (2016) de Melisa Liebenthal; un hermético ensayo que tomaba los registros caseros del pasado como un material capaz de revelar críticamente la educación de las mujeres. O cuando Siete ritmos pone a sus protagonistas a responder preguntas sobre el deseo, las confesiones en voz alta hacen un eco documental de los monólogos ficcionales en De nuevo otra vez (2019). Y su pulso transgeneracional, donde las visiones femeninas son atravesadas por los lentes de la edad, emparenta al film de Rotondi con preocupaciones como las de Tatiana Mazú en Caperucita roja (2019) y Julia Pesce en la poética Nosotras Ellas (2015). 

Siete ritmos funciona como un síntoma de la cultura contemporánea; algo que no es completamente novedoso, pero que sí la integra a una constelación feminista del cine argentino reciente.

Hay algo emotivo en algunos de los pasajes de Siete ritmos, especialmente por el grado de sinceridad que capta ocasionalmente. Parte de su arquitectura, después de todo, está sostenida por el testimonio de las mujeres que se exponen frente a cámara. Pero su mayor trampa es el nivel de abstracción en que suelen caer aquellos relatos: estos parecen desanclados de las experiencias singulares de cada entrevistada, como si la directora se limitara a rozar la superficie sin derribarla para ver más allá de las primeras impresiones. El hecho de que cada una de las protagonistas sea sometida a las mismas preguntas (¿qué es el amor? ¿qué es el deseo?), subraya ese aspecto genérico: las mujeres son filmadas desde un suelo común, pero sin terminar de extraer de ellas las historias (de sus vidas y sus contextos) que le dan cuerpo a las ideas proferidas frente a la cámara.

La secuencia más bella del film encuentra su fortaleza, de hecho, porque ostenta la especificidad de la cual carece el resto de las escenas. Cuando Ceci, una de las hermanas de Rotondi, va a visitar a su tía que vive en la Patagonia, filma un recuerdo conmovedor: la mujer cuenta cómo dejó de percibir los límites de sí misma por haberse entregado ciegamente al amor. Y la escena siguiente, semejante a la calma de un mar sin marea, la observa mostrando las piedras que empezó a recoger en sus caminatas luego de separarse. Hay una intimidad palpable en todo ese registro, alcanzado por la débil luz que se escapa de las lámparas y el montaje casi sin cortes que une cariñosamente a las dos mujeres. Este es, paradójicamente, uno de los pocos momentos en los cuales dejamos de escuchar a las personas hablar del amor y finalmente lo percibimos en la pantalla. 

El lugar de Ceci allí es central: encarna el personaje que guía toda esta lábil narrativa. Es quien se acerca a su familia en busca de respuestas (en cierta manera, transformándose en el doble cinematográfico de Rotondi), y quien convierte todos los testimonios en las armas de supervivencia para su propio viaje personal. Cada tanto, aparecen huellas que sugieren algo de su situación: una pareja que se va de viaje y de la cual se despide incómodamente; un trabajo como fotógrafa que no le da suficiente dinero. Lo que subyace, como un silencio que corre el peligro de volverse imperceptible, es el doble filo de la incertidumbre: una posibilidad de escurrirse más allá de las estructuras que definieron a las generaciones pasadas, así como el dolor de no saber dónde se está parado. 

Allí hay una experiencia (singular) que la película tiende a pasar de largo fugazmente, aunque la tiene frente a sus ojos. Como sucede con los testimonios de las mujeres, Rotondi nos invita a pensar sobre el amor, pero rara vez nos ayuda a escapar de las generalidades. ¿Y no es el cine, por su concreta materialidad, el arte que nos permite tocar el mundo hasta sentir su singularidad?

 

 


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