Ed Impresa Iván Zgaib 30/05/2020

Esta ciudad está llena de alienígenas

Dirigida por César González, "Lluvia de jaulas", un ensayo mercurial sobre la ciudad y la vida de los jóvenes de barrios populares en Buenos Aires, es uno de los films más singulares del cine argentino reciente.

González deja en claro que la experiencia de la de la vida y de su película, se corresponde a una organización clasista de la sociedad. Foto: gentileza.


Especial para La Nueva Mañana

La mejor película argentina del último año es con seguridad Lluvia de jaulas, aunque intentar explicar su grandeza resulte una cuestión de pocas seguridades: es casi como si el film se deslizara por los dedos, cada vez que uno intenta atraparlo, encasillarlo, conceptualizarlo con una u otra evaluación asertiva. ¿No es esa, acaso, la primera señal de que estamos ante un objeto extraño y no identificado, como los zumbidos espaciales que flotan mercurialmente en toda la película?

Mucho comentarista que rodeó al film tendió a fascinarse en círculos sobre un detalle que es apenas una muestra de su superficie metálica: César González, el director-tripulante, filma los barrios populares de Buenos Aires desde los barrios populares de Buenos Aires. Es decir: un relámpago que abre grieta y lo distingue de la mayor parte de los realizadores argentinos de clases medias y medias-altas que imaginan y filman el mundo a imagen y semejanza de sus propias comodidades de departamento.

El valor del film parecería ser entonces un hecho sociológico: González nos muestra un costado de la realidad de las villas que el cine argentino reciente no mostró, porque nadie lo vivió al raz caliente de su propia carne como él lo hizo. Pero llegar a formular semejante valoración no hace más que negarle a la película sus propias singularidades. Es pasar por alto los dotes de González como un escultor de la materia prima que hace al cine: imagen y sonido, tiempo y movimiento, registro de las huellas de lo real y manipulación de las raíces vivas arrancadas de la tierra húmeda.

Lluvia de jaulas sigue el tránsito de unos pibes de barrios populares por la ciudad-espectáculo: desde las villas al centro de Buenos Aires, todo se erige como el fluir de una experiencia antes que como una narración con personajes o testigos documentales. Pero lo que llama la atención es el grado de intervención explícita sobre las imágenes y sonidos. Nada de lo que hace González se acerca a las tradiciones del registro directo o del documental del yo-yo subjetivo que tanto domestica al cine argentino reciente. Nada de lo que se muestra intenta pasar por una filmación no mediada ni por un relato refugiado en la relatividad de la primera persona. En todo caso, la película utiliza el montaje, la composición sonora y la textura rota de la imagen digital para exponer una visión extrañada del mapa urbano: una ciudad-otra que se corresponde con una manera particular de vivirla. 



El pasaje que más lo evidencia es aquel que sigue al joven protagonista en su visita por el microcentro. El ritmo de la película se acelera y desacelera constantemente durante la caminata. La música oscila entre una procesión de tambores desenfrenados, unos platillos vibrantes y unos sintetizadores oníricos que suspenden la película; la apaciguan y transforman al joven-observador en un extraño (un alienígena o un turista) pisando tierras desconocidas. Las voces y los ruidos del ambiente suelen estar aplastados, tapados entre las fluctuaciones de la composición sonora y eventualmente resaltados en primer plano; no tanto como bullicio generalizado, sino como detalles específicos: la voz de algún vendedor ambulante o el sonido robótico de las puertas del subte abriéndose como una nave.

La sensación invocada a partir de la textura cinematográfica es siempre de incompletud. Uno es invitado a habitar ese mundo para luego ser expulsado brutalmente. El universo se devela en particularidades que se exhiben y se esconden, se ofrecen y se arrebatan. El acceso es discontinuo: la sensación de no estar del todo. Y González deja en claro que esa forma de experiencia (la de la vida y la de su película) se corresponde a una organización clasista de la sociedad. Los héroes cotidianos del film se mueven por una ciudad erigida sobre los escombros de la exclusión. Esa es su lógica espacial: barrios divididos, festivales de represión policial sectarios, mercancías expuestas en vidrieras fantasmales. Estar adentro y afuera.

Cuando Lluvia de jaulas muestra los barrios populares, la musicalidad (del sonido, pero también del montaje) trama un registro más cotidiano y terrenal, aunque allí tampoco se pierde la ambivalencia. Una secuencia que traza el ritmo de los vecinos habitando el espacio público es cortado de lleno por la intromisión policial: la silueta de los oficiales se abre paso por las veredas, las luces azuloides de sus autos inundan el barrio (todos sus destellos deformados por la superficie frágil de la imagen digital). 

Nada de lo que hace César González se acerca a las tradiciones del registro directo o del documental del yo-yo subjetivo que tanto domestica al cine argentino reciente. Nada de lo que se muestra intenta pasar por una filmación no mediada ni por un relato refugiado en la relatividad de la primera persona. Foto: Gentileza



En otro momento, se trata de una escena de año nuevo. Las familias se besan y se abrazan en las calles del barrio, pero los fuegos artificiales que brillan y explotan en el cielo suenan como tiros. Eso es parte del estilo de González: la combinación concentrada de violencia aplastante y melancolía, de angustia cruda y destellos vitales. Porque incluso en su visión sombría, Lluvia de jaulas no deja de indagar los intersticios de luminosidad. Ahí, sus protagonistas siguen aferrándose al deseo en medio de la tempestad: esa es la imagen de Elías, el pibe que esquivó balas, que perdió dos hermanos a manos de la policía y que sigue bailando para la cámara.

Con todo eso (en su tracción de afectos, poéticas y políticas), el film de César González se despliega lúcidamente. Su mayor singularidad es un doble reconocimiento. El de señalar la arquitectura de la ciudad como una formación social opresiva, claro. Pero también el de responder con su propia edificación: la construcción de una espacialidad cinematográfica ambivalente, cuyas regularidades y variaciones permiten establecer nuevas conexiones, nuevas maneras de experimentar esa ciudad lúgubre. Es el estallido de una percepción, liberada por las lavas del cine. 

 


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