Humor de Perros

Isla de Perros, la nueva película animada de Wes Anderson, cruza la comedia, la distopía y la tradición del cine japonés sin reducirse a un simple homenaje repetitivo. Por el contrario, ratifica el ingenio del autor para crear universos ficticios llenos de emoción.

Cultura05/06/2018 Iván Zgaib
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Por: Iván Zgaib

En la nueva película de Wes Anderson, todos los perros van a una isla. No es un oasis paradisíaco ni nada que se le parezca, sino un ghetto destinado a una muerte lenta pero segura; un basural oloroso ubicado en medio de un mar negro, lejos de las personas. Y los perros no van ahí por elección propia: el gobierno autoritario de Megazaki los ha expulsado por decreto después de que un virus se propagara entre los caninos.

Con este disparador narrativo, Isla de Perros trama elementos muy diferentes de manera orgánica, como si siempre hubieran estado hechos para cruzarse de esa manera. El film está realizado en stop-motion pero no entiende la animación desde la supuesta inocencia infantil; crea un universo distópico propio de la ciencia ficción pero nunca abandona la comedia; encuentra influencia en la cultura oriental pero no se limita a una mera reiteración de obras artísticas pasadas.

Isla de Perros viene a discutir, con toda su audacia, esa molesta noción de “homenaje” que caracteriza al cine posmoderno más obtuso. Acá, el director filma escenas de enfrentamientos caninos como si salieran de una pelea de samurais hecha por Akira Kurosawa y despliega momentos contemplativos semejantes a la poética de Miyazaki, reelaborando estas referencias bajo su propia mirada.

Por este motivo, películas como Ready Player One, la más reciente de Steven Spielberg, podrían ser el lado B a la propuesta de Anderson: ante un cine alimentado exclusivamente del pasado, Isla de Perros remite a obras anteriores para crear un universo nuevo. Hay movimientos de la imagen, líneas de diálogo y juegos de colores que sólo podrían ocurrir en una película de Wes Anderson.

Esta es, inconfundiblemente, su manera de acercarnos a ver el mundo; un mundo emocional y humorístico deformado por la manipulación de los elementos plásticos del cine. Por eso mismo, uno podría decir que las películas de animación del director (tanto Isla de Perros como su antecesora, El Fantástico Sr. Fox) no se diferencian demasiado de sus obras filmadas con actores humanos (Un reino bajo la luna, Los excéntricos Tenenbaums o El Gran Hotel Budapest, sólo por nombrar algunas).

El trabajo de Wes Anderson devela una comprensión de la imagen y del sonido como materiales sensibles que moldean ritmos y poéticas en la narración. Estos motivos se reiteran de una película a otra.

El film está realizado en stop-motion pero no entiende la animación desde la supuesta inocencia infantil; crea un universo distópico propio de la ciencia ficción pero nunca abandona la comedia.

Así es como Isla de Perros está llena de travellings, donde la cámara se desplaza y el espacio cinematográfico se reconfigura para conectar distintos personajes sin cortes de montaje. También hay transiciones de encuadres que muestran a los protagonistas desde cerca hacia panorámicas que amplían aquello que vemos: una conversación entre los caninos de pronto es abandonada para observar los alrededores de la isla, envuelta en montañas de residuos tóxicos y ratas peludas que se abren paso entre la mugre.

Porque esa es otra marca innegable de Anderson; el ojo compulsivo al que no se le escapan los detalles, sino que se desvía de los personajes hacia elementos marginales que llenan la narración de peculiaridades y derivas impredecibles.

Pueden ser tanto las ratas como los collares de los perros, las fotografías viejas o los objetos de la tradición japonesa. Lo que logra Isla de Perros es confirmar que la animación, como cualquier otra forma cinematográfica, también puede concebir una puesta en escena libre y lúdica.

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Lo que logra Isla de Perros es aconfirmar que la animación, como cualquier otra forma cinematográfica, también puede concebir una puesta en escena libre y lúdica.

En ese sentido, es necesario hacer una salvedad. Hay algo en el aspecto visual de las películas de Anderson que es siempre evidente; se expone de manera exacerbada a la vista del espectador.

El trabajo en la paleta de colores, las vestimentas y los escenarios están planificados al punto que no pueden pasar desapercibidos.

Incluso en sus films con actores reales, todo adquiere una apariencia plastificada, como si la cámara se hubiera posado a filmar casas de mentira habitadas por muñecas vivientes.

Pero éste es un cine del artificio puro que puede, más allá de su visión calculadora, llenarse de emoción. Las creaciones controladas de Anderson no son frías, más bien melancólicas y conmovedoras.

Isla de Perros, por ejemplo, evita la digitalización extrema y la estética realista de otras películas animadas. Los personajes están hechos a partir de una técnica de stop-motion que incorpora texturas palpables a la vista.

En algunos planos es posible hasta ver cómo la brisa del viento barre el pelo de los perros con delicadeza. Las apariencias artificiales de la película están entonces llenas de vida y movimiento. De manera similar, la puesta en escena se abre a planos subjetivos que interpelan al espectador. Los perros exiliados miran directo a cámara; nos lanzan sus ojos como si estuviéramos en esa isla contaminada, habitándola junto a ellos.

Con los caninos alejados de sus hogares o de las calles de la ciudad, Anderson crea momentos de humor afilados. Sus perros, igual que los humanos de sus films anteriores, se disputan entre el instinto y la cultura.

Así, podemos presenciar una conversación absurda y tierna en la que una banda de caninos discute si deben comerse o ayudar a un niño extraviado.

¿Es un amo o es una presa? Mientras tanto, la ferocidad del gobierno que expulsa a los perros abre una incógnita tácita, casi silenciosa: qué tanto de bestialidad hay en las personas y qué tanto de generosidad puede encontrarse en los animales. Isla de Perros avanza, en ese sentido, como una fábula política sobre los límites de la violencia humana.

Los caninos estigmatizados y arrastrados a un basural tóxico no son más que una figura metafórica que podría encontrarse en nuestra propia historia: los ghettos de Hitler, los muros de Trump o la expulsión de las clases populares hacia los márgenes de la ciudad, como sucede desde Brasilia hasta Córdoba.

El cine de Wes Anderson ofrece una estilización del mundo que nunca deja de mirar con amor a sus personajes excéntricos. Esa es una forma de antídoto contra la violencia.

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