José Luis Cuciuffo, campeón toda la vida
Era uno más en torneos para aficionados. Como otros ex profesionales y se prendieron en un torneo para la UCFA, contaba los días de la semana para ponerse la camiseta de San Martín.
Por: Eduardo Eschoyez - Especial La Nueva Mañana
Con él, no fue la excepción. Cada vez que un ex futbolista reconocido se prestaba a jugar en una liga amateur integrando el equipo de amigos, aparecía uno que la iba de vivo y lo trataba futbolísticamente de manera provocativa, seducido por la idea de ir a contar su hazaña a vaya a saber quién. José Luis Cuciuffo, como otros muchachos que fueron profesionales y se prendieron en un torneo para aficionados, contaba los días de la semana para ponerse la camiseta de San Martín, en la UCFA. Era uno más; jamás tiró su chapa de campeón del mundo para hablar o desautorizar a un compañero o a un árbitro. Nunca pidió privilegios. Jugaba en serio, por supuesto, pero tenía en claro que ése fútbol, el de los sábados, era para disfrutar con los amigos. Entonces, le encantaba ir y estar. Jugaba recurriendo a todo lo que había aprendido en su carrera y regulaba la fuerza porque las rodillas reclamaban paz. Prefería jugar con más manejo de los tiempos que potencia. Elegía a qué jugada salir; no para cancherear, sino todo lo contrario. Todos sabían (él, mejor que nadie) que si a una pelota dividida iba con todo, posiblemente el rival se lastimaría.
Ese día, uno de los adversarios lo buscó, se burló y hasta se refirió con mucha insolencia a su condición física. ¿Ley de potrero? ¿Está legitimado hacer esas cosas? ¿En la cancha “vale todo”? ¿Queda ahí adentro? Los compañeros que fueron testigos trataron de sintonizar la mirada de José Luis, para ver si estaba afectado y eventualmente calmarlo. Jajaja… Qué hermoso es el fútbol: ¡los amigos haciendo de psicólogos para calmar a uno que fue campeón del mundo! Cuciuffo, inmutable. De hielo … ¡¡pero el otro seguía hablando!!
En sus corazones, por haberlo tratado entre asados y charlas eternas, los muchachos de San Martín sabían que José Luis tenía dos bibliotecas para situaciones así: 1) en la primera oportunidad que apareciera, buscaba al insurrecto, le tiraba la carrocería encima y lo mandaba a su casa. Incluso, sin hacerle infracción. Con viveza, usando la fuerza del otro; 2) siendo el Cuciuffo querible que jamás iba a lastimar a nadie porque el fútbol, sobre todo a esa edad, estaba en su vida para otra cosa.
En una pausa, cuando el provocador aprovechó para ir a taladrarle el oído con más grasadas, “Cuchu” no le metió un trompadón, ni lo escupió. Tampoco se tiró al suelo fingiendo un golpe… Le puso una mano en el hombro casi paternalmente, le preguntó cómo se llamaba y le dijo “¿vos les contás estas cosas a tus hijos? ¿qué dirían ellos si ven lo mal educado que es el padre? Calmate... El lunes todos tenemos que ir a trabajar”. A lo campeón. Daban ganas de ir a abrazarlo.
Respeto. El valor tan complejo y profundo que genera esa palabra, es lo que inspiraba JLC y es lo que dejó, porque llegó a la referencia más elevada en su condición de jugador de fútbol en base a esfuerzo, sacrificio, conducta y objetivos claros. Cuando le tocó irse tan temprano, todos los notables que se aceraron a saludar a su familia hablaron precisamente de eso y desde eso: el respeto.
Así en la UCFA como en Huracán o en su época de futbolista profesional, siempre supo que nadie iba a regalarle nada y que debía tomar decisiones para abrirse camino. Las decisiones tenían un precio y estuvo dispuesto a soportarlo. Le tocó construir su nombre y su prestigio siendo defensor, en un fútbol que se enamoraba de los delanteros. No un defensor alemán, sino uno de barrio, genuinamente de barrio, enriquecido técnicamente con los cientos de entrenamiento desarrollados en la imprevisible geografía de la cancha de Huracán de La France.
Cuando apareció en Chaco For Ever y se empezó a hablar de “ese muchacho fornido que quita la pelota y no comete faltas”, su hora había llegado.
Fue una estrella fugaz en Talleres, explotó en Vélez y fue campeón del mundo con la selección en México 86. Aprendió los pequeños grandes secretos de la función defensiva y prestó servicios jugando en distintos espacios; incluso, de arquero circunstancial. Primero fue un central tiempista, con capacidad para anticipar la jugada o apretar al delantero para que no se diera vuelta. Seguro le debe dar dolor de cabeza, cuando desde arriba ve que los jugadores de hoy retroceden y nunca clavan los tacos...
El radar de Carlos Bilardo lo detectó rápido y lo llevó al mundial porque era varios jugadores en uno solo. Una empresa, era. Conjugaba el concepto del “jugador funcional”, especialista en una gama de prestaciones para solucionar problemas. Le respondió como stopper, cuando hizo falta, y también como lateral, cuando el entrenador armaba el vallado cubriendo los extremos. En Talleres, Vélez, Boca y Belgrano, generalmente fue zaguero central jugando en zona. No había manera de ganarle mano a mano.
Ese cordobés campeón del mundo fue un compendio de conocimientos, porque incorporó lo que le enseñaron y desarrolló su propia versión del arte de defender, con aire (y moral, diría Diego Maradona) para pasar al ataque por afuera y pedir la pelota.
Verlo ahí, sonriendo en el Azteca, o mirando en sepia desde las revistas que lo acercarán en el recuerdo, es la tentación de rearmar la historia que conecta al chico del barrio que armó el bolso y creció en Chaco, hasta el otro que dio una lección de vida en la UCFA, entre amigos. El mismo. El que llegó a la Selección casi anónimo y dejó en claro que en la cancha y fuera de ella, era un campeón para toda la vida.
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