Cultura Fede Guevara Olguín * 23/01/2018

¿Por qué somos músicos/as?

El 23 de enero de 2018 se celebra el Día Nacional del Músico/a. Esta fecha nuestra, de músicos y músicas, de personas físicas y no de la música en abstracto, nos interpela y nos llama a una necesaria reivindicación de la otra música.

La música es hoy un texto. La música es hoy una palabra cuyo significado se reconfiguró hace más de cien años con el lenguaje hegemónico de las industrias culturales y sin la participación de músicos y músicas en una faz teórica sino más bien productiva. A partir de la grabación de audio se concibió lo que hoy conocemos como música, hija de un matrimonio indivorciable: la estética y la economía. A tal punto esta definición que nada hay por fuera de la música grabada, parafraseando a Jaques Derrida, ‘nada hay por fuera del fonograma’, ni la historia, ni la cultura, ni siquiera nosotros mismos. La música es una palabra que ya no definimos, nos define, y por lo tanto, difícilmente encontremos en esta invasión estetizada el elemento originario que nos une a ella.

 Cuando músicos y músicas hablamos de la música hablamos de experiencias estéticas, de géneros y estilos, de gustos personales, de estrategias de marketing, de procesos productivos y cadena de valor, de sonido y de consumos culturales, pero no de música. No hablamos de nosotros, hablamos de lo que alguien o algo quieren que hablemos. Incluso, cuando atinamos hablar de armonía o melodía no hacemos sino resaltar las formas (normas, leyes de la música) por encima de los contenidos cayendo en el terreno de la dimensión estética donde sólo es preponderante la afectación subjetiva de tipo emocional, es decir, aquello que nos satisface placenteramente a cada uno/a. Y es que la música, en apariencia, se nos presenta como un sistema cerrado, predefinido, normalizador, como una gramática que habla por nosotros y nos condena a ser (musicalmente) como algo o alguien dice que está bien, que es útil o que es rentable.  

 El mercado y sus reglas de producción definen hoy la música, monopolizan la construcción de su sentido con una esquematización binaria atada a la economía: la utilidad y la eficiencia en un mundo de estetización de la existencia dominado por la imagen y el consumo, la mercantilidad. Allí nosotros. Músicos y músicas parte de este contexto, admirando, aprendiendo y repitiendo aquello que el mercado nos enseña a merced de sus maestros, arquetipos exitosos de la industria fonográfica omnipresente. Somos músicos/as por la influencia de una canción, de un artista, de un género, de un disco. Somos parte de una música que no definimos, llegamos a ella sólo para hacer aquello posible, disponible de acuerdo a opciones preestablecidas. Así, pareciera que la música está privatizada, cromada, galvanizada por un sentido que salvaguarda su superficialidad.

 Pero qué sucede con aquellos territorios donde la música (la otra música) permanece fuera de estos márgenes de sentido. Sucede lo independiente, al menos en términos materiales, que intenta poner en tensión la música como gramática pese a que la dominación de las industrias culturales ejerce un enorme poder sobre la conciencia, nos domestica y nos hace imposible siquiera evidenciar la remota posibilidad de problematizar esta verdad absoluta. Si todo lo que hacemos y pensamos en cuanto música no es más que la replicación de aquella lógica, entonces, deberíamos comenzar por ponernos en duda, de relativizar lo más certero que tenemos: el ser músico/a. Preguntarnos para qué elegimos la música y no otra cosa para relacionarnos con el mundo. ¿Somos músicos/as porque lo elegimos? ¿Lo somos por domesticación o por lo que la música representa como statu quo? ¿Cómo salirnos de esta lógica para reencontrarnos con la otra música? ¿Hay otra música por fuera del mercado? ¿Si la política de las industrias culturales es estetizar y economizar la música, no deberíamos nosotros (músicos y músicas) politizar la otra música, esa que se gesta en los márgenes del mercado? El arte, sin asociarla a las experiencias estéticas, parecería ser una salida a esta encrucijada en la medida que intenta torcer los dogmas dominantes. De lo que se trata es de encontrar el elemento que nos abre a la otra música más allá de cual sea la forma que adopte. Y para ello es indispensable la deconstrucción de toda definición, problematizarnos y pensar que quizás ser músico/a tenga más que ver con lo político que con lo estrictamente artístico. Decidir ser músico/a pese a la hegemonía material y simbólica del mercado, es una decisión y un acto político. Recuperar la palabra música (a secas, omitiendo el adjetivo independiente por cuanto redundante), deconstruirla, hacerla nuestra para subvertirla y encontrar nuevas categorías que den lugar a una respuesta es la tarea colectiva del siglo XXI. Comenzar por el saber musical, o por lo que creemos conocer sobre música, es una alternativa para aventurarnos en la deconstrucción.

 Todo lo que sabemos (en cuanto música) proviene de una industria que produce conocimiento y sentido, decide en un escritorio qué es la música, para qué sirve, cómo se produce y comunica, quién la consume, y sus maestros ficticios, imaginarios, son los discos (la fonogramalogía) que nos han enseñado métodos y procesos como enciclopedia. En uno de esos millones de discos producidos a lo largo de la historia de la música grabada, Luis Alberto Spinetta publicó una de sus tantas canciones surrealistas (y políticas): “Hay que dislocar el sentido de la enseñanza, no hay ningún dolor que vivieran nuestros maestros” canta en ‘Serpiente de gas’ (La la la – 1986). Sin pretensiones de análisis literario o poético, y tomando esta frase (arbitrariamente) como metáfora, el arte denuncia el sentido del aprendizaje en el seno de la industria musical, no su dirección, su ‘hacia dónde va’, sino su significado y simbología, su por qué, para qué, en beneficio de qué, en manos de quién, y cuestiona la legitimidad de esos maestros (los discos) que no sienten, no sufren, no vivencian porque son productos para la domesticación de las audiencias. Spinetta es un artista que puso en duda el orden establecido del ser músico dentro de la música, se peleó (a su forma) con el lenguaje hegemónico impuesto por una industria que lo vio nacer y lo vio morir sin incluirlo.

 El 23 de enero de 2018, se celebra el Día Nacional del Músico/a. Nada hay de certeza nacionalista y mucho hay de duda sobre qué somos. Y más allá de defectos y precisiones, su valor simbólico nos une colectivamente por las ideas que encarna y las actitudes que provoca, por fuera de los paradigmas estéticos e identitarios. Esta fecha nuestra, de músicos y músicas, de personas físicas y no de la música en abstracto, nos interpela, nos llama a una necesaria reivindicación de la otra música, nos pone en la obligación de pensarnos sin totalizarnos, nos arroja a la responsabilidad de dudar de la obsecuencia de los debates utilitaristas, de abrirnos al otro y a su otra música, de emanciparnos de aquella gramática para configurar nuestra decisión de ser músico/a como un hecho artístico y político opuesto a la paradoja estética asumiendo que el elemento fundamental que hace a nuestra música (la otra música) es su carácter permanente de propuesta libre, de denuncia del orden dado, de provocación e incomodidad ante la percepción domesticada, de disonancia, de alerta y correspondencia con el tiempo que vivimos, y sobre todo, de llamado a la conciencia social y colectiva sobre la alienación que las industrias culturales ejercen sobre la ciudadanía. Ser mixtura contingente que interrumpa la lógica estática y estadística del mercado, ser un poco otros músicos y otras músicas, distintos a nuestros maestros.

El 23 de enero fue declarado como “Día Nacional del Músico” en conmemoración al natalicio de Luis Alberto Spinetta. 

Ley Nº 27.106 http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/240000-244999/241232/norma.htm

 

* Músico – Docente www.guevaraolguin.musica.ar

 

 

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