Ed Impresa Iván Zgaib 25/04/2020

Echeverría filmó la primavera

La plataforma de Grupo Octubre ofrece una retrospectiva de Carlos Echeverría. Cuarentena, donde retrata el exilio y regreso de Osvaldo Bayer a la Argentina, sigue siendo una película tan desconocida como singular que merece más reconocimiento.

La mirada de Echeverría resulta excepcional porque desteje un límite delicado: el tiempo aplastante de la Historia no se distingue del tiempo aplastado de la cotidianeidad. Foto: gentileza


Especial para La Nueva Mañana

Hay algo verdaderamente curioso en el hecho de ver Cuarentena aún hoy, y no lo digo sólo por la emoción de contemplar a Osvaldo Bayer traduciendo series alemanas en su pequeño departamento de Berlín. Tampoco tiene que ver sólo con las tomas colosales que siguen a las multitudes argentinas bailando excitadas porque están a punto de elegir su voto durante la primavera del ‘83. Me refiero más bien a esos subtítulos alemanes pegados sobre la imagen: nos recuerdan hasta qué punto las secuelas del sadismo dictatorial metieron su cola en la película. 

El destino oscuro del film de Carlos Echeverría está encarnado en su propia materialidad: una copia producida por la televisión alemana para la televisión alemana y subtitulada al alemán encima del castellano, como si los ejecutivos del canal hubieran presagiado el ninguneo que recibiría el film en Argentina (rechazado por el directorio de ATC durante los primeros años del alfonsinismo, proyectado en apenas un puñado de salas independientes y empujado al olvido hasta que Fernando Martín Peña la rescató para la Televisión Pública en el año 2013).  



A su propia manera, los avatares de su producción y circulación funcionan como un espejo del mismo Osvaldo Bayer. En la segunda escena ya lo vemos sentado en una biblioteca extranjera, dando una conferencia en alemán porque su nombre se convirtió en una marca lo suficientemente peligrosa como para no poder hablar en su propio idioma ni en su propio país. 

El retrato íntimo que compone el film (Bayer cocinando con su hija, Bayer comprando pastelería germana, Bayer hablando con la vecina que pasea a su perro por la mañana) expresa la poética de Echeverría: toda su obra está atravesada por un registro sistemático de los movimientos tectónicos que movilizan la historia argentina, pero siempre con un anclaje singular. Es la Historia (así, en H mayúscula e intimidante) humanizada a escala de un cuerpo sensible. 

En Juan, como si nada hubiera sucedido es un matrimonio que no puede olvidar la desaparición forzada de su hijo. En Chubut, tierra y libertad es una mochilera que cruza la Patagonia para investigar la vida de su abuelo anarquista. En Cuarentena es el mismo Bayer que se presenta como el punto neurálgico donde chocan varias fuerzas titánicas de la Historia: la vida agridulce de los exiliados políticos, el proceso de deformación nacional encarado a imagen y semejanza de los militares brutos, el (pre)sentimiento entusiasta que recorría al país cuando la restauración democrática se asomaba como una posibilidad tangible.

Aquella importancia de la intimidad está plasmada en la misma gramática que organiza las escenas de Berlín. La cámara distante observa a Bayer desde los pasillos en su departamento sencillo. Luego, recorre las paredes donde cuelgan las únicas decoraciones (folletos de charlas sobre el exterminio de los ‘80, una fotocopia arrugada de La patagonia rebelde, fotografías de filósofos dispuestas como estampitas de santos patronos). Todo allí presenta las dinámicas y apariencias de un hogar, aunque la película nos recuerda que este hogar fue armado a la fuerza. Es el intento de instaurar una rutina ordinaria en un lugar extraño, mientras se sueña con volver a casa.



La mirada de Echeverría resulta excepcional porque desteje un límite delicado: el tiempo aplastante de la Historia no se distingue del tiempo aplastado de la cotidianeidad. Es algo que también se palpita cuando el film llega a moverse a Buenos Aires. Los pasajes filmados en la vía pública están llenos de rostros anónimos y efímeros. Hay un plano hermoso, tan anecdótico que puede confundirse con una anotación al margen de una hoja: un viejo, bostezando al filo de alguna esquina gris mientras en el fondo se ve un afiche reventado de Eva y Perón. 

No sólo es un plano simpático, sino uno fundamental. Tiene peso porque expone la coexistencia de dos entidades que en otras circunstancias parecerían salidas de universos paralelos; un tipo sin nombre en la calle y una iconografía magnánima que ha sido elevada a dimensiones mitológicas. Toda la Historia argentina se ve (y diría, casi se respira) en la película, porque el reseteo democrático invoca a esas tradiciones fantasmales de la cultura política nacional (la pregunta en ciernes: ¿cuál es el modelo de país que debe erigirse ahora?). 

¡Y Echeverría lo filma todo en la calle! La escena más conmovedora, tanto por su valor documental como por su destreza formal, es la que se lanza a capturar esta confluencia caótica en una peatonal. Bayer está recorriendo Buenos Aires por primera vez en siete años. Hasta ese momento, sólo había conocido el clima del país de la boca de sus amigos. “Lo más lindo es la gente, la espontaneidad, las ganas de saber”, le dijeron por teléfono. Y por eso esta escena necesita de cierto impacto dramático: es la primera vez que nosotros (y Bayer) experimentamos esa realidad de la cual sólo escuchamos relatos. 

Todas las decisiones están a la altura de las circunstancias: el modo vertiginoso en que los planos se van llenando de ciudadanos (peronistas extasiados, radicales de clonazepam, chicos de corbatas prolijas reuniéndose a discutir política); la fuerza magnética con que Bayer es arrastrado del lugar de observador marginal a participante activo de la escena; el ritmo in-crescendo del montaje que se desbarranca a medida que las discusiones se intensifican. La cadencia que compone Echeverría es la de una democracia naciente: la efervescencia de sentir el derecho a alzar la mano y participar de la vida pública. 



Hay otra escena hermanada con aquella, pero concebida en clave contemplativa. Bayer asiste a la Sociedad Libertaria de Argentina para presentar el libro que escribió en el exilio, aunque durante la conferencia casi no aparece en cuadro. Lo escuchamos hablar, sí. Pero Echeverría parece sentirse mucho más atraído por el rostro periférico de los asistentes. A partir de ellos compone retratos de hombres y mujeres en silencio. Hace flotar la cámara y salta con amor de persona en persona hasta darle forma visual a una comunidad de oyentes. Se trata de otra expresión de la misma democracia: una calma emotiva, engendrada por la posibilidad de escuchar a otro que habla libremente.

 Oh, hay algo tan conmovedor de ver Cuarentena hoy. No sólo por todas las razones que he mencionado, sino porque no puedo evitar pensar que en los últimos dieciséis años pasaron muchas cosas en Argentina y ningún director logró representarlo con la sensibilidad (esa claridad ética y estética) que forja Echeverría en el film. 

Pienso en algo de Paula de Luque, en algo de Tristán Bauer, en algo del último Pino Solanas: esos documentales tienden a cierto maniqueísmo, a subyugar el cine a la exposición, a tratar al espectador como a un adolescente rebelde internado en un reformatorio antes que como a un igual al que se invita a ocupar un punto de vista desde el cual observar el mundo.

El film de Echeverría sortea todos esos peligros. Entiende que las películas (y la Historia y la historia) son mucho más que un texto abstracto. 

Son el rostro palpable de un viejo bostezando, una tarde de primavera.

* Cuarentena y otras películas de Echeverría pueden verse de manera gratuita en la plataforma de Grupo Octubre:   


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