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La película de Martín Farina compone una misteriosa sinfonía que indaga la masculinidad y pone en jaque los gestos cómodos del documental argentino.
Cultura 13/05/2022 Iván ZgaibEspecial para La Nueva Mañana
Déjenme intentarlo, a riesgo de fallar. El fulgor, la película más reciente de Martín Farina, se comporta como una fuerza inquieta, difícil de tratar. No se deja domesticar por las palabras, porque sus imágenes poseen un poder resbaladizo (más cerca de la sensación que del concepto). Y tampoco acepta filiaciones dentro del ecosistema del cine argentino, porque se mueve por fuera de los senderos que los festivales y guías de turismo audiovisual han señalizado durante años. Sin luces de neon ni direcciones para la traducción, ¿qué hacemos ante una película como El fulgor; un llamado impreciso de la noche, por momentos llanto de lobo y por otros susurros del viento?
Reconocer aquello que reniega de categorías nos fuerza a veces situarnos en el punto justo donde sucede la fricción. Las escenas bucólicas que inauguran el film de Farina, con su paisaje rural habitado por hombres que carnean vacas y niños que cazan pájaros, podrá remitir efímeramente al escenario campestre de La libertad (la mítica película de Lisandro Alonso que consagró el minimalismo observacional y que sus herederos, conscientes o no, continuaron imitando aún después que él mismo reconociera su agotamiento). Pero a diferencia de aquellos que experimentan con la duración real del tiempo, Farina se inclina hacia una composición fragmentaria.
Sus planos nos abandonan antes de tiempo, sin que podamos comprender por completo las acciones. Los cuerpos (de los hombres y animales) aparecen de a retazos (literalmente, descuartizados por los bordes del cuadro). Y la asociación entre las imágenes se produce de formas misteriosas, casi siempre evitando la causalidad o la alegoría transparente: los hombres y niños que estrujan la carne picada son seguidos por una pequeña araña que teje su tela sobre el horizonte.
Esos primeros minutos van tramando la experiencia de una jornada en el campo. Hay un mundo humano que se funde con la naturaleza. Y hay una actividad corporal que se convierte en materia prima del registro: sostener la escopeta, cortar los pellejos de la carne cruda, escurrir la vaca muerta hasta llenar los baldes de sangre. Sin la dimensión del tiempo real, aquella experiencia no se presenta bajo un halo de objetividad. Condensa algo del orden subjetivo, que nada tiene que ver con la primera persona que domina una porción del documental argentino contemporáneo (desde sus expresiones más creativas, como Caperucita roja de Tatiana Mazú, hasta aquellas que descansan narcóticamente en los archivos familiares, como Esquirlas de Natalia Garayalde). En El fulgor la subjetividad corresponde al cuerpo. Y más concretamente, a los cuerpos masculinos: su actividad, su pulsión, su movimiento, su fuerza. Todos estos aspectos se apoderan de la materialidad de la película e imprimen en ella una temporalidad singular (siempre dislocada, como un hueso que se sale: entre el sueño y la realidad, entre el campo y la ciudad).
El fulgor se ve desde el jueves 19/05 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.
Uno de los primeros saltos acontece cuando las imágenes rurales son interrumpidas por pequeñas escenas al interior de un baño de hombres. Ahí, los tipos se desvisten, se bañan y se vuelven a cambiar. De fondo, el crujido mecánico de las fábricas cede a una orquesta sinfónica. Toda la escena va develando la piel desnuda y los cuerpos esculturales de los hombres como si se tratara de un espectáculo de atracciones: ¡con ustedes la pierna pulposa! ¡el torso mojado! ¡el bulto movedizo!
Que estas imágenes luego desemboquen en la escena de un carnaval no sólo acentúa esa apariencia espectacular, sino que produce un contraste con los pasajes rurales, de los cuales parece diferenciarse como si se tratara de una dimensión paralela. Es casi un sueño, en el que los elementos del campo (desde los cuerpos monumentales hasta las plumas de las aves y la figura de los caballos) se desplazan y adquieren otro tipo de existencia. El éxtasis que Farina logra invocar en los bailes, con una ejecución que siempre está a la altura de su ambición apabullante, expande esa imagen del carnaval como lugar de subversión: un espacio-tiempo suspendido, en el que los cuerpos de los hombres se liberan, se sacuden, se rozan unos a otros.
El punto cúlmine de aquella conexión: la imagen de un hombre rasgando la carne cruda se enlaza a la de un hombre poniéndose un cinturón de perlas para el carnaval. En cada caso, Farina escenifica un tipo de producción: el de la carne y el de la fiesta popular, donde los cuerpos también producen distintas formas de masculinidad. La virilidad exacerbada del hombre que domina la naturaleza, primero. Y la masculinidad suave del hombre que se monta para un espectáculo, después: con sus ojos de lince delicadamente pintados, sus piernas carnosas cubiertas de crema, su espalda de titanio bañada en glitter.
Lo verdaderamente radical de esta observación consiste en no detenerse ante la distinción que separa estos mundos, sino en insistir en el carácter construido que ambos comparten. Así, la relación con la naturaleza y los ritos de dominación masculina se revelan como una pose (o, para decirlo cinematográficamente, como puesta en escena). Una especie de artificio que la misma película duplica: todo se erige desde una óptica estilizada, que por momentos es eco de la vanguardia soviética y destello del manierismo queer. Su aspecto decoroso, por eso mismo, se presta a una atmósfera de fantasía.
El film de Farina alcanza así un efecto hipnótico. Es la reivindicación del cine como una zona propicia, ya no para el reflejo ni para los dispositivos fríamente calculados, sino para la invención. El conjuro de una experiencia alimentada por el deseo, que convierte a las imágenes y sonidos en un cuerpo tan misterioso como el de los hombres que atrae su mirada. Hay algo de allí que siempre se escapa: una rendija entre los planos, una sensualidad encontrada en los ritmos y las texturas, un vacío que nos hace ver que aún hay un abismo. Mientras gran parte de las películas argentinas parecen seguras de lo que son, Farina abre una pregunta en peligro de extinción. Después de tantos años, después de tanta historia: ¿qué puede (ser) el cine?.
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