Ed Impresa Iván Zgaib 21/05/2021

Un país de terror: Francisco Márquez habla sobre su nueva película

Francisco Márquez habla sobre su nueva película: la exploración del terror, la desigualdad social como origen del miedo. Un crimen común se estrena en el Cineclub Municipal.

“Si algo ha sucedido en los últimos 30 años es una fragmentación social enorme". - Foto: archivo.

 

Especial para La Nueva Mañana

Como en una película de terror, Francisco Márquez camina entre las sombras. Su film más reciente lo encuentra batallando en dos frentes poco transitados por el cine argentino independiente: una ficción que se orienta más allá de las coordenadas de la intimidad y una exploración estética que lo aleja del realismo estricto.

La premisa de Un crimen común se desenvuelve como un drama social: en una noche lluviosa, Cecilia (profesora de sociología) tiene miedo de abrirle la puerta al hijo de su empleada doméstica, quien pide desesperadamente que lo deje entrar. Cuando al día siguiente aparece asesinado a manos de la policía, la culpa de la protagonista transmuta en una atmósfera de horror que invade todo el film. 

No había un interés previo en trabajar el terror, sino que surgió con el tiempo”, dice Márquez, “aparece a partir del devenir sensorial del personaje, cuando todo se le empieza a convertir en un universo de terror. Se trata de un terror particular porque es metafísico o existencial: se derrumba el sentido que tenía la vida para ella y entonces se enfrenta a un vacío absoluto”.

-Pensaba en la primera escena en el parque de diversiones, donde comenzamos viendo los dibujos de distintos monstruos icónicos del cine, ¿cuál es el monstruo de esta película?

Creo que se trata de un miedo muy internalizado en nuestra sociedad, que tiene su devenir histórico y lamentablemente se profundiza cada vez más. En la película intentábamos pensar cómo a pesar de que la protagonista puede entender racionalmente la desigualdad social, el miedo al otro no desaparece. Si algo ha sucedido en los últimos 30 años es una fragmentación social enorme, entonces hay un desconocimiento que tenemos los sectores medios sobre los sectores populares. Y eso se traduce en un miedo internalizado. Y es terrible porque naturaliza la desigualdad social. Cuando hablo de naturalización pienso qué pasaría si los jóvenes que mueren todos los días por la policía estuvieran en un barrio de cualquier centro urbano de Argentina y no en los barrios populares. Y sería un escándalo. Y en parte tiene que ver con cierto miedo y desconocimiento que hace que esos jóvenes que están constantemente en peligro (porque la policía los persigue o porque las condiciones de precariedad en que viven los expone a esas situaciones) sean considerados peligrosos. Yo me incluyo en la situación: si voy caminando por Buenos Aires de noche y veo a un chico de visera probablemente no cruce la calle porque entiendo que es una violencia hacerlo, pero hay algo distinto que me pasa en el cuerpo. Y ese es un problema tremendo. Es algo que tenemos que repensar, porque si no es imposible conseguir una transformación social profunda, que es a lo que muchos aspiramos y sin embargo no dejamos de estar imbuidos por la sociedad en la cual vivimos. Creo que ese es el miedo. Y es muy difícil explicarlo, porque es profundamente irracional. 

“En la película intentábamos pensar cómo a pesar de que la protagonista puede entender racionalmente la desigualdad social, el miedo al otro no desaparece”.

-Hay algo bastante complejo ahí que tiene que ver con la manera en que el cine argentino filma a los sectores populares. ¿Cómo trabajaste tu posición a la hora de construir la mirada sobre las clases sociales en la película? 

Esta película asume el punto de vista de un personaje más cercano a mi clase social. Fue una precaución y también un desafío, porque sé que es un personaje bastante incómodo y la película intenta no condenarla sino abrir preguntas. Pero creo que cualquier director puede filmar a una clase social distinta a la suya, siempre que tenga un trabajo muy profundo previamente. Y esto que decías vos es una pregunta que nos hacíamos todo el tiempo: cómo filmar a esas personas, a esos espacios. Hay una situación que condensa mucho estas problemáticas y es que Nebe (la madre del chico que matan) no está interpretada por una actriz profesional ni por alguien que quisiera dedicarse al teatro, sino que es una amiga que es dirigente social y piquetera que vive en un asentamiento en La Matanza, cerca de Puerta de Hierro (que es uno de los barrios más precarios del conurbano). Y cuando hablábamos con Mecha (quien interpreta al personaje), me preguntaba por qué quería que fuera ella. Y yo le decía: bueno, porque para mí hay ciertas cuestiones que son intransferibles, que están en el cuerpo, y pienso que un actor o actriz es alguien que puede conectar físicamente e intelectualmente con una sensibilidad, pero tiene que tener algo que lo conecte. No cualquiera puede hacer cualquier papel, y en este caso era muy difícil encontrar a alguien que pudiera transitar en el cuerpo este dolor, esta fuerza que tiene el personaje. 

 El film se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal. 

-¿Cambió algo previo de la película con el trabajo junto a Mecha?

Me acuerdo que había una escena que habíamos escrito en la que Cecilia va por primera vez a la casa de Nebe y está la abogada. La escena estaba comandada por la socióloga y la abogada, pero Nebe no dejaba de ser la trabajadora doméstica aún en su propia casa. Cuando tenía que proyectar en mi cabeza a Mecha, que interpretaba a todas esas mujeres que salen a pelear por sus familiares muertos y que tienen toda esa potencia, pensé: “Esto es un papelón, está escrito desde mi prejuicio de clase”. Entonces ese fue un movimiento bien interesante. 

-Esta película, como en el resto de la filmografía que han hecho en la productora Pensar con las manos, demuestra un interés por filmar la realidad social ¿Cómo ves la relación entre el cine argentino contemporáneo y lo político?

Es un vínculo que siempre está. Más allá de las intenciones, creo que toda película es política. Después creo que uno habla de cine político y naturalmente piensa en esa tradición de los ‘70. Es un cine que yo respeto mucho pero que trabajaba más en función del clima de época, de ciertas convicciones y en una idea del cine como canal para revelar una verdad e iluminar. Creo que eso ya no es de esa manera porque hay cambios en la configuración política, y quizás para nosotros hoy se trata de aproximarnos a los problemas como si el cine fuera una manera de indagar sobre ellos, sin necesariamente dar una respuesta cerrada, sino tratando de comprender, como lo hace algún sociólogo o un filósofo en su disciplina. Y en nuestro caso, en nuestra función de cineastas, tiene que ver con ciertos comportamientos humanos y sociales. En esta película o en La larga noche de Francisco Sanctis (otra de nuestras películas) intentamos meternos en problemas y al momento de hacerlo también nos preguntábamos, por ejemplo: ¿qué visión va a tener sobre esta película la gente con la cual nosotros marchamos todos los 24 de marzo? Son miedos que surgen al momento de filmar, pero que nos gustan porque es una manera de pensar y reflexionar sobre la realidad. Y también una manera de aprender. Si el proceso de la película solamente reafirma lo que ya pensás del mundo, es muy poco enriquecedor; no sólo para uno, sino para que el público pueda desarrollar un pensamiento propio con ese material y establecer un diálogo con la película. 


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