Ed Impresa Iván Zgaib 15/11/2019

Un abrazo de perfectos desconocidos: Festival de Cine en Mar del Plata

La nueva edición del encuentro internacional congrega a cinéfilos de todo el mundo en torno al conjuro colectivo del cine: autores legitimados, nuevos realizadores y viejos directores.

"Jeanne", de Bruno Dumont, es una crónica deforme del juicio que empuja a Juana de Arco al conservadurismo recalcitrante de una hoguera.


Especial para La Nueva Mañana

I

Cientos de molinetes pequeños están girando con el aliento de la playa: juntos forman la figura de un lobo marino. Alrededor suyo circulan tropas de viejas vivaces, amantes que se roban folletines de películas, pandillas de chicos con zapatos relucientes que discuten febrilmente sobre cine en un acento americano, siempre dramático.

El viento cambia, el cielo borrascoso despierta y se apaga, pero el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata sigue cobijando a sus fieles cinéfilos. Todos peregrinando de pantalla en pantalla, como si en cada función prendieran velas y rindieran culto a un gesto de amor en decadencia. El cine, conjurador de voluntades multitudinarias.

A cada hora se siente el roce accidental; algún espectador desconocido contiene suspiros desde la butaca contigua. En esta nueva congregación del Festival, el equipo tripulado por Cecilia Barrionuevo exhibe su destreza para sortear las mareas del mundo cinéfilo, conjugando una programación que incluye autores ya legitimados, nuevas obras escondidas  y otras viejas excavadas de la profunda historia del cine.

Una de las primeras funciones trae Il traditore, el film más reciente del director italiano Marco Bellocchio. Se trata de una película sobre mafiosos que se despliega adecuadamente, aunque quizás de manera demasiado pulida e impersonal como para dejar una marca duradera en la filmografía de un realizador ya mítico.

Sus destellos de lucidez aparecen al filmar la desintegración de un clan de criminales desde un espectro emocional oscilante. Las escenas dentro de un juicio toman por momentos la forma de un circo absurdo: acusados que tienen ataques de epilepsia, que exigen su derecho a fumar por recomendación médica o que se desnudan mientras gritan histéricamente. Pero el humor extravagante también se empalma con un malestar latente. Antes que criminales apáticos, son familiares que observan cómo se prende fuego su red de códigos fraternos. Las discusiones entre matones gritones parece el tire y afloje de la cuerda emocional (de resentimientos y desilusiones) que tensa los dramas de divorcios. 

Más radical que la entrega de Bellocchio es Jeanne; una crónica deforme del juicio que empuja a Juana de Arco al conservadurismo recalcitrante de una hoguera. La heroína ha sido vampirizada incesantemente en las fauces de la cultura (por Bresson, Rivette y Besson en el cine; por Patti Smith, Madonna y los Smiths en el pop), pero pocas veces de una manera tan heterodoxa como lo hace aquí Bruno Dumont: el film es trágico y a la vez cómico; tiene como centro palpitante a Juana y además se fuga a los personajes marginales que rodean su cacería.

Cada vez que la mirada se bifurca hacia aquellos clérigos, sus discusiones circulares y sus posiciones titubeantes exponen la cobardía de los hombres del poder. El contrapeso lo ofrece el rostro inmutable de una joven Juana: Dumont le dedica planos extensos donde ella sostiene la mirada, firme e inclaudicable. Esa operación formal (de una emoción arrolladora) vuelve palpable la resiliencia de la heroína, al mismo tiempo que la mitifica. Aquí y allá, el pulso visual de Dumont se confunde con la mirada del Dios que Juana escucha en su cabeza.

II

No paran de llegar noticias de Bolivia. Antes que empiece Venezia, Evo Morales denuncia el golpe de Estado. Antes que se proyecte O que arde, el presidente argentino repasa su ligero diccionario personal para nunca decir “golpe”. El mundo quema: a veces, encerrarse en una sala de cine puede parecer inútil.

Ninguna película del Festival de Mar del Plata conjuga de manera más elocuente aquella tensión que Just Don’t Think I’ll Scream, de Frank Beauvais: un ensayo tramado a base a planos de otras películas y a la voz del director, que relata su vida en un pueblo pequeño. La relación con su novio acaba de terminar y lo único que hace, aislado y solitario, es mirar cine: son las imágenes fragmentarias de esas mismas películas las que se apropian y reordenan dentro de su narración.

La reclusión del director entra en tensión con un mundo exterior convulsionado: multitudes que ocupan las calles para celebrar un partido de fútbol, otras que lo hacen para reclamar sus derechos y otras que huyen agobiadas de súbitos ataques terroristas. El mundo quema y Beauvais no hace más que ver películas: ¿es el cine, entonces, sólo un desfile de vanidades?

La clarividencia emotiva del film yace justamente en explicitar aquella tensión y en rebatir respuestas absolutas. Pero la conexión íntima de Beauvais con las películas devela otra cosa: una terapia de rehabilitación emocional que el director emprende con y gracias a los films. El cine lo acompaña, lo sostiene y lo recompone en un período de turbulencia. Cuando Beauvais está listo, vuelve a salir a ese mundo que lo espera.

El cine restaura, produce, estremece las capas tectónicas de nuestro roce con el mundo. Es distanciamiento con la vida, pero también otra manera de volver a relacionarse con ella. Que Beauvais haya convertido aquella experiencia en una película duplica el cordón que une el cine y lo real: ha reorganizado las imágenes desperdigadas de distintas películas al ritmo de sus afectos. Ahora están a disposición de nosotros, en vínculo con otros. Centelleando en la pantalla de una sala repleta de perfectos desconocidos.

 


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