Cine Independiente: El extraño caso de Cosquín
Con su novena edición, el Festival de Cine Independiente de Cosquín elevó las apuestas y propuso una programación rebelde que confirma su lugar central en el mapa de festivales cinéfilos del país. Guarida para los cinéfilos.
Especial para La Nueva Mañana
Las risas se avivan cuando el proyectorista apaga las luces. Hay un spot del Incaa que se reproduce como el mensaje lava-cerebros de un gobierno policial, enemigo arquetípico de una intriga distópica. Los oficiales no dejan de anunciar la panacea del cine argentino, aunque los realizadores afirman todo lo contrario; que filmar es cada vez más difícil. Por eso la tensión. Los espectadores de Cosquín empiezan las funciones con risas y resoplidos sarcásticos. Pero saben, con cierto alivio, que en estas salas van a encontrar un refugio.
Eso es el Festival de Cine Independiente de Cosquín (Ficic): guarida para los cinéfilos, trinchera de resistencia contra las artimañas que buscan asfixiar al cine. No hay peor enemigo para un gobierno de cínicos que la cultura, porque su potencial transformador pertenece a una zona desconocida donde los slogans de autoayuda mercantil se evaporan. Acá se habla otro idioma.
Otro itinerario posible
“Vivimos en un momento de domesticación para evitar las asociaciones con los otros”, dijo Roger Koza sobre el escenario de apertura, rodeado de ojos centelleantes, “y este festival no es un lugar de consumo audiovisual, sino un lugar de encuentro con la otredad”. ¿Una declaración de principios? Esa es una síntesis posible de la novena edición del Ficic producida por Carla Briasco, programada por Koza y empujada a cuerpo por una tribu de voluntarios multi-funciones.
Que no se malinterprete. Los principios del Ficic no se reducen a discursos de cócteles por la noche. Son palpables en una política de programación que reconoce la materia espesa del cine como un prisma para volver a mirar el mundo. También se manifiestan como una discusión implícita: una selección de películas que propone otro itinerario posible (años luz del Bafici, uno de los festivales nacionales más importantes cuya calidad lleva años en decadencia). Con recursos más acotados, el FICIC reconfirma su lugar con una mirada propia.
Caso ejemplar es el de las películas brasileras que integran su programación y que no llegarían a Argentina de otra manera. Hace unos años fue la irreverente Jóvenes infelices o un hombre que grita no es un oso que baila. Esta vez, una de las destacadas fue Bajo centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta; ficción que observa las calles de Belo Horizonte de manera documental y también onírica.
Por un lado, registra los espacios reales que recorren los protagonistas. Por otra parte, utiliza el fuera de campo, los lugares vacíos y un montaje librado de acciones causales para conjugar una visión espectral de la ciudad. Todo parece indicar, quizás misteriosamente, que una comunidad entera desapareció en manos del Estado. Esa forma de enrarecimiento construye un lugar político desde el cual filmar el paisaje urbano: lo que se crea es una temporalidad diferente, donde los espacios cotidianos no son mero telón de fondo presentista. Están cargados de una historia antigua y acechados por fantasmas que no los sueltan. El pasado quema. La película entera se despliega, en ese sentido, como el espacio de un duelo colectivo que no termina.
Sol alegría, de Tavinho Teixeira, es el otro largometraje brasilero que se alzó (merecidamente) con el premio principal de la competencia. En algún que otro medio se la destacó sólo por los méritos políticos de su historia: un grupo radicalizado de padres, hijos y monjas cachondas busca acabar con un gobierno reaccionario (evocación de la dictadura militar, pero también premonición de la pesadilla bolsonarista).
El filme de Teixeira es eso y mucho más. Una fantasía camp que invoca el legado del tropicalismo, del posporno y del cine sesentoso representado por Glauber Rocha y Joaquim Pedro de Andrade. Un llamado a la conformación de una comunidad utópica que desconoce géneros (sexuales y cinematográficos). Una puesta en escena estridente, donde los zooms y travellings coreográficos juegan con un descubrimiento potencial constante: adentro de la casa, cada movimiento de la cámara puede dar con la aparición de un acto sexual nuevo (que entra y sale del cuadro). La expansión del campo visual hace eco de un deseo sexual colectivo sin límites.
En vez de seguir la noción de “necesidad dramática” que suelen enseñar las escuelas de dramaturgia, los personajes de Sol alegría se mueven por una fuerza diferente: la necesidad de placer, entendida siempre como un acto político. Incluso el aspecto visual del film, brillante y opulento en su iluminación y colores, hace hincapié en las texturas de ese universo antes que en la psicología de los personajes.
Breve historia del planeta verde, la película del argentino Santiago Loza que abrió el festival, también recurre a cierto encantamiento visual para mirar con amor y dignidad a sus protagonistas marginados. Allí hay, en principio, dos aspectos que resultan llamativos. El primero es el gesto sirkiano que ensaya Loza: se apropia de géneros tipificados como las películas de aventuras o los melodramas, que usualmente están reservados para protagonistas masculinos y heterosexuales (la referencia que hace a ET no es azarosa). Pero acá, los motivos de aquellos filmes son subvertidos con heroínas femeninas, trans y gays que se identifican con un extraterrestre perdido y moribundo, alejado de su planeta.
El segundo gesto parece vislumbrar una grieta emergente en el cine argentino independiente. Si durante años se ha señalado la preponderancia del realismo, empiezan a verse incursiones en otras formas estéticas y narrativas que manipulan los géneros clásicos (ese es el caso reciente de Muere, monstruo muere, Vendrán lluvias suaves e incluso de Los hipócritas, el suspenso cordobés que sirvió de clausura durante este Ficic).
Otro camino posible para el cine argentino aparece con Lluvia de jaulas: una aproximación ensayística que sostiene un punto de vista constante sobre Buenos Aires. Cuando el director César Gónzalez nos guía de los barrios populares hacia el núcleo urbano está marcando un tránsito desordenado de las relaciones verticales entre el centro y la periferia. Pero además, está componiendo una manera particular de vivenciarlo: sin registro observacional ni declaraciones expositivas, sino con un montaje sensorial y poético. La ralentización y el rebobinado de ciertos planos, la discordancia entre imagen y sonido y el eco hipnótico de los sintetizadores componen un tiempo suspendido. Allí, las formas de habitar la ciudad se corresponden con un orden desigual de clases. “Pienso. Soy turista en mi ciudad”, dice la voz en off.
Que el cine de César Gonzáles no tenga lugar en otros festivales expresa, más que una curiosidad, el espíritu del Ficic. Casi todos los filmes de su programación (en sí mismos, pero aún más en diálogo) proponen una hoja de ruta alternativa. Derriban los cánones hegemónicos de otros festivales. La idea de “programa” acá no sugiere simplemente una lista de películas impresa en un papel bonito; señala un proyecto, una mirada filosa que discute “el cine que no vemos, el cine que no se estrena”. Con esa rebeldía insolente el festival despide su noveno año. Y se prepara, más convencido que nunca, para el décimo aniversario.
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