Mikey & Nicky: el clásico mafioso que no fue
Mikey and Nicky, la película de Elaine May que puede verse en la plataforma de streaming MUBI, desafía el cine de gangsters a través de una puesta en escena intimista que explora las masculinidades tóxicas.
Especial para La Nueva Mañana
¿Cómo es realmente cuando perdés a alguien? ¿cómo es realmente cuando sos feliz? Hay muy pocos momentos así en las películas. Todas fingen. Cuando ves un momento real en una película, es casi impactante, ¿cierto?
Elaine May
Elaine May fue la primera chica en hacer muchas cosas. Hacia fines de los ’50, ya había pasado de interpretar shows de stand up en clubs mugrientos de Nueva York a llenar las tribunas de Broadway y volverse una pionera de la comedia improvisada junto a Mike Nichols. En el ’68, se había convertido en la primera mujer desde Ida Lupino en firmar un contrato con Hollywood para dirigir películas. Y para el año ’73, había robado un rollo de Mikey and Nicky, su tercer film, y lo había escondido en su garaje hasta que los ejecutivos de Paramount aceptaran estrenar el corte que ella quería. Después de todo eso, no resulta extraño que las cuatro películas brillantes de Elaine May hayan quedado confiscadas en los círculos pequeños de la cinefilia, al margen del canon de clásicos.
Mickey and Nicky, que ahora puede verse en la plataforma de streaming MUBI, es un film de gangsters que merece mayor atención. Cuando los ejecutivos de Paramount vieron los primeros avances del montaje, se habían escandalizado porque no era la comedia que esperaban de Elaine May. Y aún peor, ni siquiera encajaba completamente en los modelos más tradicionales del cine sobre criminales. Por eso podría pensarse que la película está sostenida sobre dos pilares. El primero, una intriga de persecuciones y mafiosos bastante clásica: Mikey recibe una llamada de su viejo amigo Nick, que le pide ayuda porque el jefe de una banda criminal lo mandó a matar. El segundo, un modo de aproximación que la distingue dentro del género: secuencias que no tienen como función primaria desandar la trama del crimen organizado, sino capturar el vínculo entre los dos amigos de la infancia.
Las escenas espesas creadas por May están lejos de las piruetas de cámara y de las imágenes estilizadas que caracterizan a otras películas sobre mafiosos de aquella época, como El padrino (1972) de Francis Ford Coppola, Calles peligrosas (1973) de Martin Scorsese o Cara cortada (1983) de Brian De Palma; todos ejemplos del rol clave que tenía la visión formal del autor en el Hollywood de aquellos tiempos.
El trabajo de May propone, al contrario, una película despojada que se reduce a lo mínimo: la corporalidad de John Cassavetes (Nick) y Peter Falk (Mickey) como el lienzo donde se despliega aquel vínculo en todos sus matices. Lo que importa es el espacio que se abre entre esos dos cuerpos, la vibración que los mueve, los rostros que se tuercen segundo a segundo, como si allí trazaran la historia de una amistad descarrilándose en el transcurso de una larga noche.
En la primera escena, la composición ecléctica de Cassavetes expresa el desequilibrio de un hombre que espera su perdición. Pero es un desequilibrio que se manifiesta al nivel del cuerpo. Él se mueve a hurtadillas y a los tropiezos por los recovecos estrechos de una habitación de hotel; mira impaciente por la ventana, salta encima de la cama y se tira al suelo revoleando los ojos como si lo sacudiera un brote de epilepsia. Cuando Falk entra en el cuarto, se convierte en un niño desamparado: queda inmóvil por el miedo a sus asesinos, con los ojos abiertos en luna llena mientras su amigo intenta hacerle tomar pastillas para hacerlo sentir mejor. Intranquilo o congelado, los movimientos titubeantes de Cassavetes contrastan con el control de Falk sobre su propio cuerpo. La disposición del segundo corresponde a la estabilidad y la contención: abraza al amigo, le acaricia la nuca con calidez, intenta levantarlo cuando el otro se desploma sobre el suelo y lo cachetea cuando quiere apaciguar su histeria. Es una relación casi paternal.
Allí aparece una suerte de asimetría que los actores van componiendo gradualmente. Mikey se posiciona como el hombre responsable que llama a su esposa para avisarle que llega tarde a casa; Nick aparece como el playboy delirante que en un momento quiere escapar de la ciudad y luego se encapricha con ir a un cine de trasnoche donde venden sándwiches de helado. Lo que resulta verdaderamente fascinante es cómo esos rasgos se convierten en una fuente de tensión, logrando que los límites entre amigo y enemigo, bueno y malo, ganador y perdedor se vayan corriendo en el transcurso del film.
Algo así sucede en la escena demoledora donde los dos hombres visitan a una amante de Nick. Allí, May organiza la puesta en escena para exponer la complicidad de los amigos mientras usan a la mujer y se la pasan uno a otro como si fuera una vieja pelota de fútbol. Pero a su vez, la escena quiebra la presunta estabilidad moral de Mickey y eleva la seguridad de Nick al mostrar sus modos de acercarse a las mujeres. Las asimetrías se barajan de nuevo y la intriga de mafias se revela apenas como una excusa. Lo que late en el fondo de la película es una pugna de egos; una batalla de masculinidades desequilibradas que intentan aferrarse a algún tipo de confianza en sí mismas.
En el hallazgo de aquellas transformaciones, Mickey and Nicky revela los orígenes de May en el teatro improvisado. Según viejos relatos del rodaje, la directora dejaba la cámara encendida para captar cualquier eventualidad que ocurriera entre Cassavetes y Falk, sin importar los límites del guión. Y es esa persistencia por capturar la espontaneidad lo que envuelve de vitalidad a la película. Lejos de cualquier film apegado a la literatura, el trabajo de May abandona las distracciones secundarias. Con precisión, emprende el retorno a una zona primitiva del cine. Permanecer a la caza el tiempo, atrapar una amistad que se desvanece.
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