Un pico de azúcar japonés
"Somos una familia" y "Nuestra hermana menor", las dos películas de Hirokazu Kore-eda que se estrenan este año en Argentina, ofrecen una mirada a la etapa más reciente en la carrera del director japonés obsesionado con filmar la familia.
Especial La Nueva Mañana
Sólo el póster brilloso de Somos una familia, con su título afirmativo y sus personajes posando en armonía, parece una suerte de chiste irónico. ¿Hay algo remotamente cercano a esa imagen de familia idílica y lustrosa en la película del director Hirokazu Kore-eda? Tanto este filme como Nuestra pequeña hermana, ambos a estrenarse en salas argentinas este año, parecen encontrar al realizador japonés más interesado en filmar las fisuras: cómo el molde de la familia puede quebrarse o ponerse en duda cuando los vínculos entre las personas desafían el concepto de la herencia sanguínea.
En Somos una familia, la construcción dramática de las escenas va girando para describir la situación marginal de los protagonistas. Adentro de la casa, la cámara suele posarse a baja altura y a corta distancia de los cuerpos, construyendo un espacio estrecho y abarrotado. Allí, los cinco integrantes de la familia siempre habitan los planos en presencia de los otros (ya sea por sus voces, por sus cuerpos contiguos o por su aparición en el fondo de la imagen, con la escasa profundidad de campo que permite el hacinamiento).
El lugar de la intimidad está constreñido, configurado por las condiciones económicas, y los lazos comunitarios se sostienen por aquella descripción dramática. Es una mirada que queda particularmente reforzada cuando se devela que los roles entre padres e hijos (o entre una abuela y sus nietos) no tienen determinación biológica, sino que han sido elegidos como un modo de resistencia afectiva a las duras condiciones de vida.
Aun estando centrada en los vínculos de la intimidad, la película de Kore-eda demuestra una intención clara por observar aquellos personajes más allá de su propia burbuja. Por eso, el film sale afuera del hogar y ubica a sus criaturas en el contexto más amplio de la sociedad japonesa: todos los integrantes de la familia tienen trabajos inestables y mal pagos, el padre debe enseñar a sus hijos a robar como si practicaran tácticas sofisticadas para ganar un deporte y la abuela espera recibir plata de la familia adinerada de su ex esposo.
Cada una de estas decisiones narrativas expresa, en parte, la capacidad de Kore-eda de correrse del plano individual para comprender los conflictos de sus personajes a gran escala, lejos de justificaciones esencialistas (es decir, hay una formación social que permite estas experiencias). Incluso sobre el último tramo del film, la aparición tardía de los servicios sociales no sólo pone de manifiesto la ausencia del Estado, sino que señala cómo éste interviene sin conocer la realidad de las poblaciones, juzgándolas en vez de extendiéndoles una ayuda verdadera.
Algunos de los motivos que recorren la película pueden remitir a los dramas generacionales de Yasujirô Ozu, quien filmaba los reacomodamientos familiares en medio de las mutaciones modernas afrontadas por Japón en el siglo XX, o incluso a las miradas más contemporáneas de los taiwaneses Edward Yang y Hou Hsiao-Hsien, dos figuras claves en el registro de las subjetividades alienadas y solitarias en tiempos de globalización. Una escena en el club de strippers, donde la pierna de una bailarina termina mojada por la lagrima de su cliente y no por semen, es una de las escenas más singulares que trazan aquel malestar generalizado.
Pero los filmes más recientes de Kore-eda carecen de la exploración poética de aquellos viejos directores y se sostienen sobre guiones calculados que contrastan con los momentos más espontáneos entre sus protagonistas. Una escena que tiene lugar en la playa, por ejemplo, observa a los personajes jugando en la arena para luego escuchar a la madre decir que “a veces es mejor elegir tu propia familia”; una estrategia narrativa obvia y azucarada que la película repite una y otra vez, como si intentara deletrear a la audiencia los subtextos de la trama. Incluso en Nuestra hermana pequeña, el uso de la música para manipular las emociones o de los diálogos cursis para hacer sentencias constituyen decisiones de dirección dudosas: lo que se dirige es más el público que la película.
Al margen de sus técnicas manipuladoras, Nuestra hermana pequeña posee una ligereza que por momentos la ayuda a construir el drama desde otro lugar (desprendido de la lectura social y menos empecinada en demostrar su punto constantemente). Varias de las escenas crean un espacio compartido entre sus protagonistas, un grupo de hermanas adultas que empieza a convivir con su hermanastra huérfana a quien nunca habían conocido. Así, Kore-eda construye momentos de puro placer, a veces sin funciones narrativas evidentes más que reunir a las protagonistas en el plano: en los paseos por el mar, las tardes recogiendo cerezos del árbol o poniéndose kimonos para mirar fuegos artificiales en la noche. Es una manera más sutil de sugerir que la familia no viene dada, sino que se construye. En aquellos momentos, el cine de Kore-eda encuentra un lugar más sincero y menos explotador para ahondar en los hechos cotidianos. Los observa como si conservara la misma pregunta de exploración con cada película, con cada gesto de filmación: ¿qué une y qué separa a las familias?
Somos una familia se ve en salas comerciales de Argentina desde este jueves. Nuestra hermana menor podrá verse a partir del 7 de febrero en el Cineclub Municipal.
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