La generación perdida: cine argentino recuperado

La terraza, la película dirigida por Leopoldo Torre Nillson y protagonizada por Graciela Borges en 1963, es uno de los films que integran el ciclo online de Cine Argentino Recuperado que organiza Fernando Peña para el Malba.

Ed Impresa 09/10/2020 Iván Zgaib
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La película de Torre Nilsson se despliega como una observación rigurosa de justamente eso: el vacío de una clase acomodada. Foto: gentileza.

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Especial para La Nueva Mañana

Hasta hace poco, la manera de llegar a La terraza de Leopoldo Torre Nilsson era siguiendo un enlace perdido de youtube. Aunque hablar de “ver” sería generoso, porque la película apenas se veía”. La imagen parecía crispada. Los rostros estaban inyectados por una tintura verde y mohosa. Las voces se desarmaban hasta formar un lenguaje casi desconocido. Aplastado y amorfo, prácticamente no se distinguía entre el sonido de los zapatos golpeteando la escalera o de los cuerpos rompiendo el agua estancada de una pileta. Pero esta es la historia trunca del cine argentino: su falta absoluta de conciencia histórica. O más concretamente: la falta de voluntad estatal para rescatar las películas de la era analógica, para conservarlas y ponerlas a disposición del público. Es decir, de la memoria colectiva.

Por eso resulta un acto heroico el ciclo online de Cine Argentino que organiza Fernando Peña para el Malba. Cada domingo de octubre, el programador porteño (quien a esta altura se ha convertido en una suerte de ángel guardián de las latas aceitosas de nuestro cine) transmite por youtube reliquias antiquísimas. Desde El último montonero de Catrano Catrani a Ufa con el sexo de Rodolfo Kuhn, las películas programadas se pueden ver (¡literalmente: se ven sus detalles!). En muchos casos, ofrecen la posibilidad única de acceder a películas inconseguibles. En otros, se trata de películas que quizás se encuentren en ripeos quebrados de youtube, por lo cual volver a verlas en una calidad aceptable es como verlas por primera vez.

Tomemos el ejemplo de La terraza (de 1963), que se exhibió el último domingo: ¿Sigue siendo, acaso, la misma película si en la copia llegan a distinguirse los halos de sombras que bañan la piel juvenil de sus protagonistas? Porque al fin y al cabo, el film de Torre Nilsson se justifica mucho más por esos elementos: las texturas, los gestos, los cuerpos que componen su universo. Como el ambiente del verano, que se filtra en los planos a través de las penumbras y del sol enceguecedor. Incluso sin utilizar colores, la película exuda ese estado aplastante: un resplandor que choca contra el asfalto caliente; el tipo de micro-clima urbano que te hace sentir borracho en pleno día. Por allí (entre las calles cool y las terrazas-burbujas que decoran Recoleta) se mueve el plantel protagónico de jóvenes universitarios y mimados.

La mayor victoria de Torre Nilsson es sigilosa. Construye una sensación de angustia con nada. Evoca una tensión dramática desde la nada.  Su película se despliega como una observación rigurosa de justamente eso: el vacío de una clase acomodada. El entusiasmo impotente de una generación que maduraba en los ‘60. A bordo de este estudio microscópico, el director deja atrás los elementos dramáticos más rimbombantes y las atmósferas pegajosas que tenían sus películas previas (como el trío gótico, de La casa del ángel a La caída y La mano en la trampa). Acá, la mayor parte del film transcurre en la terraza de un edificio, donde los jóvenes se encierran a pasar el día. Pero el drama que se dispara es opaco: apenas se enuncia.

La clave está en cómo el malestar permanece escondido, pataleando bajo la superficie, sin salir a la luz completamente. Torres Nilsson conjura una espacialidad rígida, cuya efectividad depende de los cuerpos. Todos los actores ocupan lugares precisos frente a la cámara, y lucen siempre tiesos: están duros, casi posando. La abulia aflora de esas figuras dionisíacas que permanecen tiradas tomando sol, con planos donde las piernas y los brazos se cruzan. Se fabrica una proximidad física entre los personajes, pero sus miradas apenas se encuentran: están ensimismadas, lanzadas a direcciones opuestas. 

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Aún más importante resulta la temporalidad que se instala en esos pliegues de cuerpos y espacio. Es un tiempo aplastado, edificado en base a patrones repetidos hasta el hartazgo. Bañarse en la pileta, inyectarse rayos de sol, tocar un jazz somnoliento en la trompeta. Los chicos y las chicas de Torre Nilsson están reunidos para divertirse, pero incluso esa forma de ocio luce desinspirada y burocrática. En una escena, el sexo queda despojado de toda su fuerza vital: uno de los pibes quiere besar a su amiga y le pregunta si ella quiere, si él le gusta, pero su respuesta es totalmente desafectada: “la cuestión es pasar el tiempo, ¿no?”, dice con una voz insolada.

La apatía generalizada se corta cuando los personajes deciden improvisar un juego que raya el absurdo: todos se ponen en línea al filo de la piscina, mientras una de las chicas va descartando uno por uno a los participantes. Los empuja al agua y exclama a gritos qué le desagrada de ellos. Justifica su eliminación. Es una escena diseñada como el chasquido que acaba con un encantamiento: la abulia (antes plasmada en el ritmo aplastado de los planos y del montaje) finalmente se libera. La cámara se desplaza con intensidad sobre los rostros. Las imágenes se suceden vertiginosamente. Lo que moviliza la física del film ahora es la sordidez, una contracara lúgubre a la declaración amorosa. De repente, los jóvenes se destapan y se despiertan para destruirse unos a otros.

Cada gesto, cada acto y movimiento que define a los protagonistas tiene su raíz de clase. Por eso mismo, el film inicia con Belita; la nieta pequeña del portero que se levanta a trabajar mientras una de las universitarias llega borracha de alguna fiesta. Luego, el paso de la niña por la terraza es transitorio (en oposición al estancamiento de los pibes malcriados). Belita pasa por allí para servirlos, para llevarles cerveza o comida mientras se burlan de ella. Pero los usos del espacio, además de estar definidos por la procedencia social, lo están por la frontera generacional: los jóvenes se pelean con sus padres y se niegan a salir de la terraza, amenazando hasta con suicidarse si los sacan de allí.

En uno de los momentos más desopilantes, los padres de 60 preocupados por sus hijitos de 20 dicen: “parece que tenemos que hacer frente a una pequeña rebelión”. Repito: ¡una rebelión! La desobediencia de los jóvenes consentidos de Torre Nilsson proviene de una fuente de angustia profunda (casi indecible), pero está desorientada, sin una vía de escape clara. Su máxima expresión es cuando se esconden de sus padres en la terraza.

A su propia manera (incluso con la poética de grises), el director ancla ese retrato generacional en tierra firme: una descripción social, que incluye referencias a Alsogaray y la preocupación de los jóvenes por el precio del dólar (cualquier eco en el presente no es sólo una triste coincidencia). Era el año ‘63. Antes de la juventud épica que retrataría Pino Solanas, acá estaba su antesala: una generación perdida, totalmente desarraigada de cualquier realidad que escapara al perímetro de su propia terraza. Esa capacidad de conexión milimétrica estaba siendo registrada por Torre Nilsson. Y su ojo de lince sobrevive a través de los años.

 

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