No podíamos perder (*)

Un partido de fútbol podía definir el futuro de algunos pupilos futbolistas en la Escuela del Trabajo de Villa María. Un cuento basado en hechos reales.

Sentado en el piso del vestuario, se agarraba la cabeza y lloraba incrédulo. Se había escapado por muy poco. No importaba que fuese un torneo intercolegial. Comba estaba triste. En ese momento comprendí que debía volver a un escenario similar, y jugar, otra vez, la final con el “Ipé” frente al Rivadavia.

Pasaron tres años, siempre nos habíamos quedado muy cerca. Varios jugadores fueron y vinieron, pero me mantuve en el equipo. Y se volvió a dar. Tres años después, tras un torneo dificilísimo, dejando en el camino a Trinitario, volvimos con el equipo a jugar la final ante el Rivadavia. Otra vez, cara a cara, frente a frente, historia y presente de una rivalidad complicada de explicar.

Esta vez no podíamos perder. Recordaba aquellas lágrimas, el malhumor y tristeza de esa semana en el colegio. En la Escuela del Trabajo, en Villa María, nos jugábamos muchas cosas en esos certámenes. Se hablaba todas las semanas de los partidos. Se armaban selecciones. Era motivo de charlas en los almuerzos, en los recreos. La presión, créanme, era grande.

“Si perdemos creo que abandono el colegio”. Esa frase aún me retumba. Lo dijo Pablo Quiroga. No lo decía cualquiera, era el que más huevos ponía en aquel equipo de 1996. Pasaron años, hoy confieso: vomité minutos después de escuchar esa sentencia. Creí que iba a tener que tomar la misma decisión. No, no podíamos perder.

Platón lo sentenció y, salvando las distancias, concuerdo para este recuerdo: “Todo lo grande está en medio de la tempestad”. Fueron horas duras. Dolor en las rodillas, en el estomago; insomnio. Y cuando podía dormir, puff. “El alma está tan fuertemente conmovida en un sueño, que es necesario que haya algo de realidad en el fondo de este hechizo del pensamiento”, escribió De Custine. ¡Una, dos, cien, mil, cinco mil veces soñé el partido! En ninguna se me ocurría perder. Debía ser un sueño cumplido, no una pesadilla.

La memoria me falla. No se si fue lunes o martes. Si al otro día la Bertoluzzi tomó examen, si a la noche nos dieron de comer potaje de arroz... Sí, que ese día no hubo clases. Fue en la Plaza Manuel Anselmo Ocampo, ante una multitud. La hinchada del “Ipé” parecía una hinchada de las que se veían por TV. Una fiesta. Los compa alentaban sin parar con una bandera gigante de color celeste, orgullo de todos los alumnos del colegio. 

Partido trabado. Difícil de jugar. Todos nerviosos. Pocas virtudes técnicas. Saporiti tuvo un par de atajadas increíbles. No estaba El Gráfico, tampoco Olé. No lo transmitió Brizuela ni el Bocha Houriet. No lo comentó Macaya ni Quique Wolf. Pero yo estuve y jamás lo olvidaré. Creo que ninguno de los que estuvo aquel día en el estadio lo olvidará. 

Fui reemplazado 15 minutos antes del fin del partido. La rodilla no aguantó más, la adolescencia estaba haciendo estragos. Pero fue un privilegio salir, ya que pude ver esa definición histórica desde un ángulo único.

“En realidad, no somos otra cosa que un conjunto de perfumes, sensaciones y recuerdos y la única verdad que prevalece es la música de las palabras al evocar un gol que comenzó a gestarse hace miles de años, cuando Homero decía que a los dioses tanto se llegaba a través de la oración como siguiendo el vuelo de la flecha de un atleta” (Daniel Salzano).

El balón le llegó a sus pies. Por un instante, ese estadio se silenció. Todos los ojos posaron en él. Fantasmas de viejas y reñidas contiendas se presentaron para ver lo que estaba por ocurrir. Pucho sabía que la historia estaba en sus pies. La pelota y él, juntos frente al arquero, que, posteriormente, quedó arrodillado pidiendo clemencia. Daniel Gon jamás la tuvo. El balón besó la red y fue una explosión. 

¡Goooooooooooooooooool! 

¡Gol del "Ipé"! 

Salté como loco a festejar, recibí escupitajos de todos los colores. No importaba... Alvaro, Diego Luna, Pepona, Negro Arriegui, Tutuca, todos en las tribunas festejaban. El partido terminaba. Éramos campeones. La revancha se consumaba…

Gon no titubeó y se hizo cargo de la historia. La alegría posterior merece otras páginas. Fueron días de gloria. Los que estuvimos aquel día en ese estadio villamariense recordamos aún con regocijo; porque ese día... ese día no podíamos perder.

* (Versión reducida del original publicado en el libro El Pase y otros relatos de goles olvidados).

 

 

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