Deportes Marcos Villalobo 19/07/2017

El Pase y otros relatos de goles olvidados: la ventana se cerró

No quería jugar más. Ni siquiera en el campito junto a sus amigos. Se juntaba con ellos solo para salir los viernes y los sábados por la noche. La cerveza, el vino y demás “derivados” comenzaron a gustarle. Sus padres se preocuparon, pero no hizo caso. Dormía todo el día. No quería trabajar.

Corre. La noche sin luna hacía más oscura la calle. Corre. Escapa. Escucha los gritos a escasos metros. Las ventanas se cierran. Algunos ojos pispean corriendo las cortinas; pero todos se esconden. Él corre, nervioso. El corazón late como nunca antes. Aunque sí, antes le había latido así; pero en un contexto distinto.

Aquella vez había hecho un gol de cabeza y salvado dos de línea. Se había comido un codazo y ni chistó. Se la bancó en silencio. Esperaba la decisión. Sus manos transpiraban y sus piernas tiritaban de los nervios. Quería disimularlo, aunque no podía. Tenía 14 años, y esos tipos grandotes con ropa de Lanús hablaban entre ellos. Hasta que escuchó: “Vos, el pelado, vení”. Él se acercó temeroso. “¿De dónde sos? ¿Jugás en algún lado?”. Él respondió que lo había traído un tío desde Entre Ríos que allá sólo jugaba en el campito con los amigos, le habían dicho que era buen defensor y por eso venía. Aunque en realidad le gustaba ser lateral izquierdo, admiraba mucho a Roberto Carlos, y era la razón por la cual se rapaba. Lo ficharon. Fue a vivir a la pensión, se afirmó en la Sexta División y allá en Entre Ríos era “ídolo” entre la gente del barrio. Nunca más tuvo nervios.

Pero sí bronca como ahora. Sigue corriendo. Un perro ladra y ladra. Sensación feroz. Los gritos parecen estar cada vez más cerca. Sabe que cometió un error. Un grave error. Tiene vergüenza. Aunque antes ya tuvo vergüenza.

Esa sensación la tuvo cuando lo dejaron libre de Lanús. Previamente, había tenido una lesión en la rodilla izquierda. Tras seis meses de recuperación, volvió, pero nunca más jugó como jugaba. Sus tiros libres iban todos a la barrera. Lo pasaban con facilidad. Jamás volvió a la titularidad y a los ocho meses, lo dejaron libre. Volvió a Entre Ríos frustrado, avergonzado. No quería jugar más. Ni siquiera en el campito junto a sus amigos. Se juntaba con ellos solo para salir los viernes y los sábados por la noche. La cerveza, el vino y demás “derivados” comenzaron a gustarle. Sus padres se preocuparon, pero no hizo caso. Dormía todo el día. No quería trabajar.

Hasta que un día su papá Ernesto se cansó. Chau. Lo echó de la casa. Su abuela lo hospedó. Pero no tuvo compasión de ella. Se quedó con la gloria pasada de haber jugado en las inferiores de un club de Buenos Aires, pero no quizo rehacer su vida. Tenía ya 19 años y se sentía un viejo derrotado. En el barrio de su abuela conoció a un grupo de pibes, amigos de lo ajeno. Aunque él no salía a robar con ellos, le gustaba estar en sus “reu-
niones”. Además, en la barrita había un pibe que también había estado en inferiores de un club de Primera, en Estudiantes. Con ellos volvió a jugar al fútbol. Jugaban por plata en otros barrios. Al año, su abuela le rogó que buscara un trabajo. Él se enojó y amagó con irse. Durmió un día en la casa del ex “Pincha”, pero a las horas regresó a almorzar a lo de su abuela, que lo recibió como si nada. Días después, los pibes de la barra lo invitaron a hacer un “trabajo” el sábado a la noche. No quiso. Insistieron y dijo que los iba a acompañar.

Corre. Tiene nervios. Mucha vergüenza.

“¿Qué pensará la abuela Tita?”… “¡Qué error juntarme con esos tipos!”… “Cómo carajo no me fui a probar a Patronato”… “Qué hago”?… “¿Por qué corro?”… “¿Qué hago acá, corriendo, escapando de la policía si no hice nada?”… ¿Por qué acepté acompañarlos?”… “Solo fui a espiar qué hacían”… “No quiero correr más”… “Jamás se me hubiese ocurrido entrar a robar, por eso nunca entré”… “Que boludo”… “Maldita lesión”… “Me faltaba poco para la Primera”… “Maldita rodilla”… “Los policías creen que yo también estaba robando”… “No”… “¿Por qué escapo?”.

Sigue corriendo. Los perros ladran más fuerte y se escucha a unos metros: “¡Alto!”. Cansado, paró. Se dio vuelta, levantó las manos y borbotones de lágrimas brotaron de sus ojos pálidos. Su cara ya había dejado atrás la infancia y la adolescencia. Al frente estaba la casa de sus padres, que sin reconocer al chico que estaba siendo detenido, cerraron las ventanas asustados.

(*) Publicado originalmente en el libro “El Pase y otros relatos de goles olvidados”).

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