Ed Impresa Iván Zgaib 08/01/2021

Adiós, Joan, adiós

La muerte de Joan Micklin Silver nos recuerda a una pionera en la incursión de las mujeres en el cine de Estados Unidos en los ‘70. Crossing Delancey es su film más logrado: una comedia romántica construida con delicadeza para mirar las peripecias de las treintañeras en el cambio de siglo.

Joan concibe al cine como un cuerpo, un organismo vivo capaz de captar las fuerzas del eros. Foto: gentileza.

 

Especial para La Nueva Mañana

Si les digo que Joan Micklin Silver murió hace unos días, a los 84 años, probablemente no signifique nada para ustedes, o de hecho, para casi nadie. Casualidades o no, su nombre es como un roedor tímido esperando a salir de la sombra del anonimato.

Joan murió en el año 2020, poco tiempo después que una tribu de mujeres se levantara contra los caciques del Hollywood decadente (los que las habían abusado, les habían robado dinero y quitado trabajo), pero ella empezó a filmar en los años ‘70, cuando las palabras “mujer”, “dirección” y “cine” no podían conjugarse en una frase (a menos que “hombre” apareciera en el medio, o que un accidente sintáctico ocurriera sin freno). A la incursión pionera de Joan se pueden agregar otros nombres: Claudia Weill, Bette Gordon, Susan Seidelman, Lizzie Borden, Elaine May, Barbara Loden. ¿Vieron alguna vez sus películas? Lo que las une es que son hechas por mujeres, son buenísimas y todas recibieron el mismo golpe cruel del ninguneo.

En los obituarios que circularon por estos días, se repite mucho un recuerdo de Joan que sintetiza aquella época. Estaba reunida con el ejecutivo de algún estudio grande, en alguna oficina grande con espejos vidriados y vista a las playas doradas de L.A, intentando juntar monedas para filmar su primera película. El tipo la cortó de lleno: “las películas son caras de hacer y de comercializar, y las directoras mujeres son otro problema que no necesitamos”. Un tierno.

Los films de Joan están repletos de huellas, de marcas que remiten a esa experiencia: ser mujer en un mundo organizado por hombres, para hombres. En Hester Street, una inmigrante judía del siglo XIX viaja hasta Estados Unidos para reencontrarse con su marido, pero cuando llega él no hace más que esconderla en la cocina. En Between the Lines, su segunda película que transcurre en el sótano de un periódico independiente (donde un grupo de jóvenes intenta seguir respirando sus ideales en medio del aire cínico y sofocante de los ‘70), las mujeres están siempre en posición ofensiva para no quedar aplastadas por el ego de sus colegas masculinos. Abby, la fotógrafa del diario, estalla contra los reclamos de un ex que quiere volver con ella: “vas a convertirte en un escritor famoso mientras yo me quedo en casa haciendo pan, quizás fotografiando el pan o fotografiándote a vos siendo un escritor famoso”. Y en Crossing Delancey, de 1988, ese agobio chilla como una olla a presión en el núcleo familiar. Isabelle es una treintañera sin ataduras que debe frenar a su abuela judía en el plan de engatusarla con hombres judíos. Ella alquila un buen departamento, tiene un trabajo envidiable, organiza eventos prestigiosos con escritores prestigiosos. “No necesito un hombre”, le dice a su abuela.

Pero reducir todo lo que hizo Joan Micklin Silver a eso (a un argumento, a ser una mujer tratando temas de mujeres) sería corto de vista, simplista, casi insultante. Crossing Delancey es, de hecho, su mejor película simplemente porque es una gran película, un ejercicio virtuoso en la manipulación de la materia cinematográfica: la manera en que corta los planos para aprovechar los ojos de roca lunar que tiene su protagonista, los movimientos de seda que le da a su cámara, siempre sobrevolando cuatro pies encima del suelo e infundiendo a la película una cualidad flotante, un ritmo melódico que irradia hacia todos los fotogramas como una torre de energía.

Crossing Delancey (1988)

Joan concibe al cine como un cuerpo, un organismo vivo capaz de captar las fuerzas del eros, capaz de apropiarse de las reglas literarias de la comedia romántica e inyectarle vitalidad, volverlas carne sudorosa, oxígeno y palpitaciones en la pantalla. La película está llena de momentos sutiles que exponen esa gracia. Ya en el comienzo, vemos a Isabelle atravesar la librería con una bandeja en la mano, rodeada de personas tomando tragos, mirando libros, conversando. En el extremo opuesto de la sala le hace señas un hombre. Ella lo mira desconcertada. Él insiste. Ella mira hacia atrás para comprobar si no hay otra persona, otra mujer a la que esté enviando señales aquel hombre. La escena va de un plano fijo de él a uno fijo de ella. De fondo suena un coro de solteras dulces y borrachas cantando en las puertas del cielo.

En un momento, la cámara se lanza hacia el tipo con una pulsión incontenible; se acerca a él y nos hace atravesar la distancia entre los dos personajes antes que Isabelle siquiera se mueva físicamente. Pero cuando ella se acerca (caminando ensimismada, como una sonámbula), él simplemente apoya su vaso seco en la bandeja. Y la música se esfuma. La ensoñación de Isabelle se esfuma. Toda la coreografía de la escena consiste en ponernos en sintonía con el pulso embobado de la protagonista, ubicarnos en su deseo y en sus expectativas para después abollarlas como un borrador de escritura y ubicarnos en un estado diferente: su inseguridad, sus flaquezas, sus titubeos.

Esta suerte de juego mental es importante porque Crossing Delancey es una comedia romántica de inseguridades, antes que de certezas. Es un drama de la corriente escurridiza del deseo, antes que de la convicción ciega del romanticismo. Isabelle está doblada entre dos mundos, entre dos hombres. Y Joan tiene un ojo sensible para construir esos universos microscópicamente.

Está la librería, donde la gente hace cosas importantes como hablar con ganadores del Nobel, trasnocharse en cócteles publicitados por las páginas del New York Times y hablar de sus propios libros sin parar. Y están las calles y los parques del Lower East Side, donde la gente hace cosas ordinarias como asistir a los rituales de circuncisión de los niños, vender pickles en la calle y buscar una pareja de por vida. Está el escritor egocéntrico que seduce con sus libros y está el judío dulce que huele a vainilla. La clave es que Joan expone esos mundos según sus distintas capas, sin reducirlos a valores absolutos. El círculo de escritores puede ser medio snob, pero también está lleno de gente que deja la vida luchando por lo que ama. El círculo judío de Nueva York puede ser algo conservador, pero también está formado por personas amables y honestas. Incluso Isabelle es presa de esos rasgos ambiguos (por no decir, humanos): puede ser muy frágil, pero también algo engreída, puede ser prejuiciosa pero también dulce.

Así funciona Crossing Delancey. Una película aparentemente sencilla, que fluye casi sin esfuerzo, pero que bajo la superficie esconde el trabajo detallista de Joan Micklin Silver. Hay una escena del film en la que Isabelle habla sobre la prosa de su escritor enamorado, pero bien podría estar hablando de esta película (su película): “lo que más me gusta de tu escritura es su engañosa simplicidad. Se lee como literatura barata y luego se escucha música”.

Un dato curioso: después de Crossing Delancey, la mayor parte de los films de Joan fueron proyectos por encargo para la televisión. Algo semejante sucedió con sus contemporáneas. Claudia Weill se recluyó en la pantalla chica después del ‘80. Elaine May no volvió a dirigir más luego de sus peleas con Paramount y del fracaso comercial de Ishtar en el ‘87. La dificultad para las mujeres no sólo era reclamar su derecho a empezar a filmar, sino también a continuar filmando. Su legado, ensombrecido, queda para ser descubierto.

  


Seguí el desarrollo de esta noticia y otras más 
en la edición impresa de La Nueva Mañana
 
Todos los viernes en tu kiosco ]