Decadentismo noventoso

Esquirlas, la ópera prima de Natalia Garayalde, mira la explosión de la fábrica militar de Río Tercero en los ‘90 como una catástrofe personal e histórica. Se ve en el Cineclub Municipal hasta el miércoles 15 de septiembre.

Ed Impresa 10/09/2021 Iván Zgaib
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Esquirlas, la película de Natalia Garayalde que se interna en las profundidades rocosas de los años ‘90, es también una versión mutante de las películas de aquella época.

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Especial para La Nueva Mañana

Esquirlas, la película de Natalia Garayalde que se interna en las profundidades rocosas de los años ‘90, es también una versión mutante de las películas de aquella época. Una suerte de film de catástrofes, a la manera de Twister o El día de la independencia, pero reconstruida a partir de los registros que hizo una niña con la cámara 8 milímetros de su familia, mientras explotaba la fábrica militar de Río Tercero en 1995.

Hay algo inquietante en aquel desfasaje: en pensar en un género derrochador, erigido a la fuerza maquínica del dinero y de la planificación aceitada del rodaje, que ahora es evocado en un gesto austero y azaroso. Se trata de un giro sintomático del cine contemporáneo: el del acceso a las cámaras que multiplica la producción de imágenes, pero también el de la actividad arqueológica de aquellos hombres y mujeres que tantean y corren la tierra entre los archivos acumulados, hasta descubrir allí las señales de algún movimiento misterioso que había pasado desapercibido, un punto medio entre la fantasía y la realidad social. 

Los materiales de los que nace Esquirlas son esos viejos videos caseros que pertenecen a Garayalde, las filmaciones completamente mundanas junto a sus padres y hermanos: ella de pequeña trepándose a los árboles o su mamá leyendo el diario bajo la luz dorada de un domingo. Son los pequeños atisbos de una vida cotidiana, que de repente se ven arrollados por el ventarrón de la Historia: la explosión trágica que sacude a toda una comunidad, en primer plano, y el crepitar de la corrupción menemista que empieza asomarse por atrás.

El momento más impactante de la película ocurre en un plano secuencia filmado desde el asiento trasero de un auto, mientras la familia Garayalde escapa del accidente y ayuda a una mujer que corre con su bebé en brazos, envuelta por una nube negra. Hay algo tan potente en aquella imagen. En cierta manera, resguarda los mejores atributos de la película: es el registro en primera persona; la posibilidad de hacernos sentar a ver la catástrofe por la ventanilla, a experimentar un evento histórico desde el cuerpo y las emociones. No reconstruyéndolo simplemente con datos o discursos, sino entreviendo su  cualidad vivencial. 

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El relato compuesto desde el montaje es central para afianzar ese golpe de la tragedia. Durante los primeros minutos, la introducción de cada uno de los personajes expone una familia momificada de los ‘90: cada uno con sus funciones en la casa (padres e hijos y hermanas), son fijados en la imagen a través del filtro saturado del VHS y de las melodías esponjosas que se escapan de MTV. Hay algo idílico en aquel retrato inicial, como si Garayalde asemejara su familia a una hermosa bola de nieve, un mundo de miniatura perfecto e intocable, que luego va a ser lanzado contra la pared hasta hacer estallar esa felicidad infantil en miles de cristales filosos. 

La calma de la vida íntima implosiona junto a la fábrica militar. Hay un antes y un después que se trama allí desde un juego doble de perspectivas. Mientras los registros caseros muestran a Garayalde de niña, filmado los escombros como si jugara alegremente a ser corresponsal de guerra, la narración del presente la exhibe de adulta, con su voz drenada de entusiasmo y  mirando en retrospectiva. Es la pérdida de la inocencia que va cubriendo todo el film como un manto de noche: la confirmación de que, tras aquel suceso, nada fue lo mismo. Que la gente allegada fue perdiendo su vida por los efectos de la explosión y que la investigación sobre la causa del accidente terminó siendo obstruida. 

Pequeños atisbos de una vida cotidiana, que de repente se ven arrollados por el ventarrón de la Historia: la explosión trágica que sacude a toda una comunidad, en primer plano, y el crepitar de la corrupción menemista que empieza asomarse por atrás.

Lo que resulta generoso de ese trabajo es cómo la película intenta subvertir la tendencia vanidosa de los documentales familiares que han plagado el cine argentino como una invasión de termitas. El ejercicio de Garayalde va de la intimidad de un juego entre hermanos a la escala rutilante de una conspiración presidencial. Pero eso que se asoma como su mayor arma se vuelve también la piedra que no le permite ir a fondo en su segunda mitad del film. Allí, tiende a girar en círculos sobre escenarios repetitivos (como los juegos periodísticos de la niña) y a mirar de reojo los rincones oscuros que no se terminan de explorar (como el testimonio del operador acusado o la figura de Menem en el entramado político).

La articulación entre esas esferas, las de la familia y la Historia, sufre a causa de esa imprecisión: por momentos nos lleva de la mano a mostrarnos lugares escondidos y por otros nos carga de frustración, como si nos enfrentara ante un hallazgo potencial que se le resbala de los dedos y termina enterrado en algún agujero. Más allá de la resonante memoria afectiva, Esquirlas parece retratar sugestivamente el colapso de una imagen icónica para la cultura menemista: la de la familia tipo, esa especie natural de la democracia del consumo, cuyo rostro brillante ocultaba el reverso opaco de toda una época.

Es por eso que, después de la explosión, los registros de las ruinas destilan ese efecto de atracción hipnótica. La casa familiar hecha pedazos acerca la película a una obra decadentista del siglo XIX, como si los escombros remitieran al pasado glorioso de una civilización. Ese es el secreto que Esquirlas parece guardarse entre las manos, sin darle rienda suelta por completo: que la tragedia de Río Tercero funciona como el ruido estruendoso que despierta a sus personajes del largo sueño de los ‘90. Y que ahí, ante el silencio que deja todo episodio traumático, finalmente podía verse de frente a los ojos. 

 

 

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