Elogio a los monstruos

Los buenos modales, el film brasileño de Juliana Rojas y Marcos Dutra, recupera la figura del hombre-lobo para construir con cuidado y precisión una fantasía popular. Se estrenó en la plataforma de streaming MUBI. El film no baja la guardia.

Ed Impresa 25/07/2020 Iván Zgaib
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Especial para La Nueva Mañana

Sí, Los buenos modales respiran como una película nacida en otra época. Éste es su mayor tesoro: que aún recuperando una leyenda de hombres-lobos capaz de rastrearse hasta la boca putrefacta de algún tatarabuelo, el film no baja la guardia. No asume, en ningún momento,  la actitud perezosa de esperar que sus espectadores crean cualquier cosa porque lo han visto en otra película o porque lo han escuchado en un viejo relato. 

Su creencia es diferente: que el cine de terror y las antiguas leyendas pueden ser populares y también el tejido para crear artesanalmente (bajo cuatro ojos puntillosos) cada plano; que una película puede responder a una tradición cinematográfica y no por eso descansar en el homenaje vacío. Juliana Rojas y Marco Dutra parecen engendrar una película de otra época porque logran esa combinación extraña; entre un cine lo suficientemente transparente como para hablar en lengua popular y un cine que todavía guarda aliento de misterio. 
Esta ciudad de São Paulo (la que existe en Los buenos modales) es intrigante. En ella, Ana y Clara son las protagonistas que podrían volverse presas de algún estereotipo cerrado. La primera, una nena-blanca-de-papá-rico que compra botas en el shopping y sigue tutoriales de fitness mientras espera tener a su bebé. La segunda, una mujer negra que vive en las afueras de la ciudad y es contratada para acompañar a Ana en aquel proceso. Pero esa tensión de clase no se apoya en el sentido común ni en supuestos, sino que se construye: plano a plano, en todos sus detalles y matices.

Sobre el comienzo del film, por ejemplo, Rojas y Dutra filman a Clara a través de las puertas; la vemos recoger ropa sucia y moverse por la casa silenciosamente mientras Ana baila ensimismada. Más adelante, la misma diferencia de clase se vuelve a plasmar visualmente; es decir, produciéndola en imágenes concretas antes que declamándola en palabras. Del espacio íntimo se abre a escala colectiva: observamos la caminata que debe hacer Clara para ir desde su casa a la de Ana. Es un movimiento claro y contundente. De la periferia al centro, la ciudad está dividida por un río y un puente que organizan los espacios de manera clasista. Rojas y Dutra sólo requieren ocho planos para mapear esa diferencia en una escena. Ese es su poder de síntesis narrativa y la creencia que guardan en las imágenes.

No hace falta más que abrir los ojos para seguir notando las peculiaridades en la película. Incluso el uso de la imagen digital es ligeramente monstruoso. Si gran parte del cine contemporáneo ha utilizado la tecnología para fabricar imágenes inmaculadas, Los buenos modales produce imágenes inquietantes. En el primer caso prima la nitidez, que es otra manera de decir la uniformidad: una pulsión colonial que transforma todo (nuestros amores, nuestros terrores, nuestros pequeños triunfos) en una visión llana. En el film de Rojas y Dutra prima la distorsión. Filman a sus criaturas nobles con colores saturados y con sombras gigantes que se desprenden de sus cuerpos por la noche, como si siempre tuvieran una faceta oculta para revelarnos (y también, una razón secreta para ocultarse de los otros). El mundo se ve diferente y escalofriante: es la atmósfera que anuncia, a su modo, que hay algo extraño con el embarazo de Ana.

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Los buenos modales puede verse en la plataforma de streaming MUBI.

Allí, cada elemento tiene su reverso. La cajita musical con un pony crucificado y un arma escondida bajo la mesa. Ana poseída por una canción pomposa y el rostro preocupado de Clara tras las sombras. La habitación con animales de juguete y el cuarto oculto con cadenas sobre un colchón destartalado. A medida que el film avanza, los directores unen dos extremos (supuestamente) opuestos: el imaginario puro de la infancia y el clima de crueldad adulta. Es su versión de la fábula. Pero además, ese juego de dobles y espejos tiene correlación con un juego aplastante de secretos: la película esta divida en dos partes, cada una de ellas reflejando cómo Ana y Clara deben ocultar costados de sus vidas al resto.

La aparición del hombre-lobo dispara una alarma de peligro que sobrevuela la película. Es su costado terrorífico, pero también su figura alegórica: el imaginario de un monstruo que debe ser escondido bajo jaula, del mismo modo en que una mujer esconde su vida amorosa para escapar a la mirada prejuiciosa del vecino. Esa forma de empatía es la que alimenta el núcleo dramático del film. El timbre emocional se juega así; entre una mujer blanca solitaria que encuentra consuelo en una mujer negra y entre una mujer negra que protege a un monstruo perdido. 

Allí, de nuevo, una imagen-expresiva que se repite como motivo: el plano detalle de aquellas manos; las de dos mujeres de distinto color y las de una mujer y un monstruo. Son cuerpos diferentes que se estrechan para sobrevivir al prejuicio. 

Entre sus manos, también, se estrecha la creencia ferviente de Los buenos modales. Que su cine de tinieblas (como el de los viejos maestros: Whale, Tourneur, Ulmer y Kenton) puede ordenar un mundo confuso. Y en ese acto, también, habitar los rincones más insospechados y oscuros.

 

 

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